Capítulo 16

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Solo era de preocupación...
Me paralice y una gran preocupación invadió en mi.

—Lis... ¿Qué es lo que te ha pasado?— dijo acercándose patinando, observando... Oh claro, cada corte de mi cuerpo. Los cortes, que idiota. El dolor de mi interior hacía que el dolor de aquellos cortes no valgan nada.

—No se preocupe. Estoy bien.— dije fingiendo una sonrisa para deslizarme y dar un pequeño salto, para demostrarle que estaba bien.

—Pero... ¿Cómo no voy a preocuparme? Mírate nomás.— dijo llevando sus manos a sus mejillas. La maya dejaba ver los cortes de la espalda también.

—...— quise articular alguna palabra pero mis ojos se cristalizaron. La profesora se acercó más a mí y posó su mano en mi brazo.

—Sabes... Que en este estado no puedes competir... ¿Cierto?— dijo con dolor y tristeza. ¡Malditos cortes! ¡Maldito Dan! ¡Maldito diamante! ¿Qué hice yo para merecer todo esto?

—¿¡Qué!?— dije sintiendo como todo perdía sentido.— ¿Qué...— dije en un susurro, al mismo tiempo que el agua rebalzaba de mis ojos.

—Lo lamento.— dijo y me abrazó dulcemente. Pero no estaba para cursilerías.

—Yo lamento defraudarla.— dije ignorando su abrazo y patinando hacia la salida.

Y como aquella vez... Me saqué mis patines con lágrimas en los ojos, que rodaban por mis mejillas, dejando gotas de agua en el suelo.

[...]

Llegué a mi casa, y... Aún se encontraban los trozos de diamante en el suelo.
Me enfureci, rabia corría por mis venas. Por Dan y el estúpido regalo de mi padre no podía competir.
Tomé fuertemente el bolso con mis patines y los tiré con toda la fuerza que tuve. Pero como siempre, mi rabia se transforma en tristeza, y pequeñas porciones de agua comienzan a nacer de mis ojos para luego caer y deslizarse por mis mejillas.
Con mi rostro rojo y lleno de gotas, corrí y me lancé sobre todos los trozos de diamante.
Sentí como cada parte destruida me hacía daño, produciendo nuevos cortes, y que nueva sangre escapara de mi cuerpo. Y aún así, llorando llena de sangre, sufriendo como nunca antes... Mi madre continuaba desaparecida, y mis amigas detrás de Laureana.
Las lágrimas pararon, pero la sangre continuaba saliendo. Con tanto líquido rojo sobre mí cuerpo, ya no distinguía donde estaban mis cortes. Lo único que sabía de ellos, es que esta vez eran mucho más profundos. Por fin sentí el dolor de aquellas aberturas en mi cuerpo. No tenía fuerzas.
Me recosté, y quedé profundamente dormida...

[...]

Sentí dolor en mi cuerpo así que abrí los ojos. Todo era rojo, todo mi cuerpo. Y allí estaba un empleado balanceando mi cuerpo para que despertase.

—Señorita. Señorita.— dijo el hombre tomando mis manos. Casi no entendía nada. Tenía un grave mareo, supongo que he perdido mucha sangre.

—Si...— logré decir en un susurro.

—Venga, la llevaré a un hospital. Primera clase, por supuesto.— dijo comenzando a tomarme para levantarme, cosa que no logró ya que me deslicé hacia atrás. Me espantó la idea de ir a un hospital.

—No, no. Creo que...— me interrumpió.

—Iremos.— dijo firme y logrando levantarme.
Salimos de el parque de la entrada para dirigirnos al enorme garaje. Me recostó sobre unas toallas blancas en el asiento de atrás. Y así llamó al chófer y partimos al hospital.
Alguna sangre en mi cuerpo estaba seca, y otra era recién salida de mi cuerpo. Vi las toallas blancas que se iban tornando rojas y fue lo último que necesitaba para desmayarme. Todo lo que vino después pasó en negro.

[...]

Desperté en una camilla llena de vendas, con ropa interior y un traje de hospital.
Nunca me había lastimado tanto, y baya que dolía.
Había demasiado silencio, e hizo que me vuelva loca. El silencio me estaba torturando. Cerré mis ojos con intensidad y comencé a gritar. Gritaba fuerte y largamente. La verdadera causa del grito no era el silencio en sí, era que el silencio me recordaba mi soledad y mi abandono.

De repente la puerta se abrió dejando ver a un grupo de enfermeras, enfermeros y unos pocos médicos. Todos se acercaron y empezaron a acariciarme para que me calmara, pero solo lograron que líquido saliera de mis ojos, dejándome roja y con el rostro mojado.

—Sh, sh, shh. Tranquila.— dijo una dulce enfermera secándome las lágrimas. Parecía una niña. Me sentía tan inocente e indefensa.— No te pongas así eh. ¿A pasado algo? ¿Te duele demasiado?— pude ver como algunos se marchaban, me sentí abandonada, sin importancia.

—Hay demasiado silencio.— dije tímida, al igual de como era de niña.— Y está demasiado oscuro.— dije llevando la mirada a mis vendas. Casi me sentía una momia.

—No te preocupes.— dijo prendiendo varias luces y poniendo un canal de música en el televisor.
Me miré todo el cuerpo y noté que estaba atada por un cinturón. Me lo habrán puesto cuando grité.
Quería irme de allí, el lugar me causaba terror. Pero por la gravedad de mis heridas me tendrían demasiado tiempo encerrada allí.

—¿Qué es esto?— pregunté, señalando al cinturón, a la enfermera que miraba la televisión.

—Es por seguridad.— dijo firme sin darme importancia. Is pir siguridid. Me largaría, eso era seguro.

—¿Me lo podrías quitar? Tan herida no iré a ningún lado.— Que se note que estaba mintiendo.

—Pues...— voltio y pasó su mano por su rostro.— Ay, está bien.— se acercó a mí y me lo quitó.

—Gracias— sonreí.— Creo que dormiré un rato.— fingí acomodarme para dormir.

—Esta bien. Descansa.— salió y cerró la puerta.
Abrí un ojo y ya no estaba. Con fuerza logré sentarme en la camilla. Tomé valor y bajé. Mis piernas comenzaron a temblar.

—Maldita sea.— dije en un susurro. Me abalancé a la ventana para sostenerme. Miré hacia abajo y había muchos pisos, o... Estaba alucinando. El edificio era inmenso, y un dolor en mi cabeza nacía. Ya era de noche, lo que me producía terror.
Llevé la cabeza hacia la puerta y comencé a dar pasos hacia allí. Ésto era más difícil de lo que creí. Abrí una pequeña porción de la puerta y pude ver que nadie se encontraba en los pasillos. Salí de la habitación sin rumbo alguno. Estaba en el medio del pasillo y lágrimas empezaron a caer de mis ojos sin ninguna intención. Las luces titilaron y se tornaron violetas. Mis pasos eran inestables. Visualicé un ascensor y hacia allí me dirigí con un poco más de velocidad y dolor.
Llegué al fin y pulse débilmente el botón que llamaba al ascensor. Se abrió la puerta de metal, pero no era un ascensor lo que tenía en frente. Era una puerta blanca... De un momento a otro temblé. Respiré entrecortadamente y puse mi mano en el picaporte dorado y redondo. Abrí la puerta con las esperanzas de aparecer mágicamente en mi casa. Pero solo tropecé y aparecí... En la terraza de aquel edificio...

El Derrumbe De La Vida IdealDonde viven las historias. Descúbrelo ahora