Ciudad Oscura.

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  Recientemente, un grupo de amigos me invitó a una de esas casas del terror que suelen construirse en los días cercanos al Día de Muertos. A pesar de que siempre he disfrutado de llevarme un buen susto leyendo alguna novela o viendo una película de terror, realmente no suelen llamarme la atención esta clase de atracciones, sobre todo porque siempre utilizan el recurso barato de asustarte saltando desde la oscuridad, muy similar a lo que muchas películas recientes «de terror» han ido usando con más frecuencia. Sin embargo, dada la fecha y por la invitación de mis amigos, decidí acompañarlos.

El lugar se llamaba Ciudad Oscura, e, irónicamente, se encontraba en una zona despejada y casi rural en las afueras de la ciudad en donde vivo, que es donde suelen poner algunas de las atracciones durante los variados festejos anuales. Tenía la típica imagen de casa embrujada que se ve cada año en cada festividad: sonidos de gritos y risas macabras, anunciadores y personal disfrazados de forma acorde, aparatos rociando niebla falsa por doquier y una fila de decenas de personas curiosas por experimentar las emociones fuertes que prometía la atracción.

Una vez en la entrada, después de haber pasado un largo rato formados, un guía disfrazado de monje nos llevó a la entrada de la casa y nos explicó las reglas: no correr, no tocar a los empleados ni al mobiliario y recordar siempre que había salidas de emergencia en caso de requerirlas. Terminando su discurso, presionó un botón cerca de la puerta de acero y esta se abrió en par para dejarnos entrar en el primer cuarto. La puerta se cerró a mi espalda, ya que mis amigos, al darse cuenta de mi aparente valentía y falta de interés en los sustos que nos esperaban, decidieron que a mí me correspondía el lugar de honor hasta atrás, ahora que iríamos en fila.

La primera habitación parecía ser la réplica de un cuarto de hotel barato, con una alfombra sucia que quizá en algún momento había sido azul y una pequeña ventana que dejaba ver hacia afuera, a lo que podría suponerse que era aquella Ciudad Oscura de la que tomaba el nombre la atracción, pero no era más que una pintura poco convincente de una ciudad en llamas. Además de eso, en el cuarto solo había una pequeña cama, un sillón y un mueble con una televisión encima. La televisión estaba encendida, pero solo transmitía estática, como cuando se quedan sin señal; la cama estaba sin tender, pero no había nadie en ella; en el sillón, sin embargo, estaba tendido el cuerpo de un hombre que parecía tener algunos días muerto. Mientras avanzamos hacía la siguiente puerta, el cadáver se irguió, aún sentado y comenzó a gritarnos mientras dejábamos la habitación.

Los sonidos del cadáver quedaron atrás en cuanto entramos al siguiente cuarto, que ahora se asemejaba a una habitación de hospital; las paredes alguna vez blancas ahora estaban manchadas de una pintura roja. A la mitad de una de las paredes laterales había otra «ventana» mostrando la imagen de la misma ciudad en llamas, tan poco convincente como la de la habitación anterior. A ambos lados del pasillo que debíamos seguir para llegar a la siguiente puerta habían cuatro camillas, todas desocupadas, excepto la última a la izquierda, entre la puerta de salida y la ventana. Encima de ella había un cuerpo cubierto con una sábana sucia y raída. El actor que estaba tendido en la camilla parecía intentar mantenerse lo más inmóvil posible conforme nos acercábamos. Fue hasta que estuvimos a poca distancia de él cuando comenzó a moverse y a mostrar una mano pintada del mismo rojo que las paredes por debajo de la sábana, riéndose en voz baja conforme salíamos de la habitación.

El tercer cuarto fue el más pequeño de todos y también el peor iluminado; la luz apenas y salía desde unos focos amarillos conectados en tres de las paredes de la cuadrada pieza. A nuestra derecha, de la pared más al fondo del cuarto, colgaba una gran cruz invertida. Delante de ella, en lo que parecía ser un marchito altar de madera, estaba arrodillada una mujer vestida de novia, sosteniendo la mano de un esqueleto tendido frente a ella, vestido con un traje negro de gala. Mientras avanzamos a la siguiente puerta, la mujer comenzó a sollozar, y dejando caer la mano huesuda, giró su cabeza hacia nosotros, gritando mientras dejábamos su capilla.

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