Capítulo dos.

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—Buenas noches.

—En todo caso buenos días. —dije al cruzarme con Evangeline en la cocina.

—Joder, quiero morirme.

—Eso te pasa por coger el turno de noche. —se limitó a encogerse de hombros.

—Los borrachos son divertidos.

—No los de taberna, precisamente.

—Guau, tienes peor humor que el normal. Y eso ya es decir, ¿qué pasa?

—Tuve una pesadilla. —mentí. Aunque mi memoria recordando los sucesos de la tarde del viernes, con un protagonista poco usual molestándome toda la noche perfectamente podría ser considerado una pesadilla.

—¿En plan monstruo detrás del armario o en plan desgracia mundial? —no me hizo meditarlo mucho, su comportamiento aniñado el día anterior en la tienda me había bastado.

—Una de carácter infantil.  Parecía sacada de unos dibujos animados.

—Corre a hacerte otro tatuaje sobre eso.

—¿Estás buscando problemas, Evan? —alcé el ceño y ella me señaló con el dedo índice.

—Vuelve a llamarme así y ni los tatuajes te taparán los moratones.

—Podrías hacerte uno. Ahí abajo. Seguro que a todos tus clientes les encantaría.

—Soy camarera, no puta. —“en una taberna de alcohólicos, nena”— Y me gusta ser más piel que tinta. Me voy a dormir, zorrona. —rodé los ojos y yo seguí mi camino hacia la puerta.

Llegué a la tienda de música poco después de que Ricardo la abriese y por suerte aún no había nadie. Recé porque él se fuese pronto para hacer el trabajo a mi manera, sin una sonrisa obligada en la cara.

Sonreír es la cosa más estúpida del mundo. Es algo hipócrita hacer creer a los demás que estás bien cuando no le importa cómo te puedas sentir. Y estar siempre sonriendo es algo que no aguanto. Odio ver las sonrisas por la calle, el sonido de la risa de la gente. Es algo que me pone enferma.

—¡Ma belle! —tanto como el acento francés de este tipo.

—Hey, jefe.

—Recuerda sonreír y tratar bien a los clientes. —asentí con una mueca de desagrado. Pero hasta que fingí una sonrisa él no se dio por satisfecho y no se marchó de la tienda.

La camisa del puñetero asqueroso uniforme de rayas blancas, negras y naranjas en vertical terminó de cubrir todos los tatuajes, a excepción de algunos que tenía en las manos. Subí las mangas hasta los codos. Fue ahí cuando me di cuenta de que mañana era domingo, por fin. Como cada tal, iría a la residencia de ancianos donde lo cuidaban a él. A lo único que tenía, y también lo único que me importaba.  

Tuve que volver a salir de la trastienda al oír la campanita de la puerta, aunque sin el malhumor de esta mañana porque en menos de veinticuatro horas abrazaría a mi abuelo.

—Bienvenido a la tienda de instrumentos Rick’s. —un adolescente, en plena pubertad y sin poder dejar de mirar mis brazos tatuados.— ¿Se puede saber qué miras, chaval?

Rápidamente apartó la mirada, volviéndose rojo. Lo observé expectante, hasta que dejó una púa de guitarra sobre el mostrador. Vaya por dios, todo esto para comprarse una maldita púa.  

—Cuatro libras, cincuenta peniques. —dije con voz autómata y a este casi le da un infarto al dejar el billete de cinco libras en mi mano. De hecho no esperó a que le devolviese el cambio, salió corriendo con la púa en la mano de la tienda. Me encogí de hombros para mí misma. Que tiemblen las películas de miedo.

Cordis GlaciemDonde viven las historias. Descúbrelo ahora