Mainz, Alemania. Ocho años antes...

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El color de mis ojos me hace sonreír. Me gustan mis ojos, su forma y su color. Aplico una segunda capa de sombra negra para acentuar su tono azul verdoso aunque claro, solo yo parezco notarlo. La mayoría de mis condiscípulos prefiere fijarse en otras cosas. Finjo no escuchar los desagradables chillidos imitando a un cerdo que hacen cuando paso junto a ellos en la cafetería, en la biblioteca, en los pasillos. Los escucho incluso en mis sueños.

Leí en alguna revista que el negro disimula las figuras gruesas. Tengo armarios repletos de playeras, sudaderas y pantalones anchos de colores oscuros. Más que ser invisible parece que me destacan por sobre la multitud donde me gustaría desaparecer, borrarme. Tampoco me sirve para escaparme de mi madre que, con su cadencioso acento caribe, me dice en español: "¿Danielle, otra vez te irás sin desayunar?"

No soy guapa como mi madre, pensé con amargura, ni siquiera tengo su sentido del humor. A pesar de ser baja como yo, ella era delgada y estilizada. Después de un duro comienzo en Alemania pasando mil penurias, escapando del régimen castrista en Cuba, se había casado con un prominente ingeniero alemán, Heinz-Harald Bohn, también conocido como mi padre.

—¡Danielle, hazme un favor y come algo!—exclamó con impaciencia—¡Y te vas a quedar frente a mi hasta que lo digieras, no te permitiré que estés vomitando!

Me senté a regañadientes frente a ella y mastiqué un plátano casi con asco, imaginando como cada molécula de alimento se adhería a mis carnes agregándome más peso.

—¿Ves?—aprobó, sonriente—No es el fin del mundo.

—¿Por qué me obligas a comer?—pregunté histérica. Sabía que debía callarme pero no era capaz de hacerlo—¿Por qué no puedo ser delgada como tú? ¿Cómo es que acabé siendo tan asquerosamente gorda?

—¡Te ofrecí acompañarme al gimnasio, ir a un nutricionista para que te asesorara!

—¡Un nutricionista no me va a cambiar la cara!—exclamé viéndome en el espejo del recibidor. Tengo la nariz demasiado ancha, la piel demasiado grasa, la cara demasiado redonda. Demasiado, demasiado, demasiado.

—Dani, eres una chica muy atractiva—mi madre suspiró hondamente e intentó abrazarme—Si tan solo te vistieras de un modo más alegre y sonrieras un poco...

Solté una exclamación de repugnancia y me alejé de un salto. Mi madre retrocedió sobresaltada, casi como evitando un posible golpe.

—¡No me vengas con que soy atractiva porque no lo soy! ¿Por qué no te limitas a decir que soy inteligente o simpática? Eso es lo que dicen de las feas: que son simpáticas.

—La verdad es que estás muy bien y no eres nada simpática, eso es lo que menos destacaría...

Hizo un amague de sonrisa pero inmediatamente se trocó en mueca. Se acercó a mí y depositó sus manos sobre mis hombros, mirándome con sus tristes ojos negros:—Dani, no te ataques a ti misma, es lo único que te pido. Yo sé que esta es una etapa difícil y puede desanimarte pero no dudes de ti, por favor.

Volví a mirarme al espejo. Para ella es fácil decirlo, es delgada, sexy, guapa, y yo estoy hecha una vaca. Tomé mi chándal y me cubrí la cabeza con la capucha.

Silbé una clave secreta frente a casa de Corinne, que solo vivía a 10 minutos a pie de la mía. Esperé frente a la puerta mientras notaba que soplaba un viento helado y seco, y los arboles comenzaban a perder sus hojas. Había llegado el otoño. Corinne salió sonriente, seguida de su novio, Chris Kießling, reconocido idiota e hipócrita consumado. Delante de Corinne me trataba con deferencia, aunque sabía que me llamaba "Cerdicienta" a mis espaldas.

Liebe mich! || André SchürrleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora