Prefacio

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Cayó un trueno y me dijo, ese día nublado, en el que los niños afortunados no saldrían a jugar por orden de sus padres, que morir era mi arma más letal.

Que no lo decía para que use mi muerte como un arma letal, sino que la entienda como mi mayor oportunidad para crecer.

Y fue al siguiente día nublado cuando ella murió.

¿Qué puedo decir de ahora en más a acerca de una hermosa chica muerta? ¿Qué puedo escribir sobre su sombra, su cadáver, su alma que ya no está en el cuerpo? Si este libro no quiere ser solo de recuerdos.

Me pregunto si tal vez recordarla a mi manera y no solo con esas ráfagas que aparecen y nos enfrentan y desafían, o desafían a nuestra memoria, con el solo motivo de hacernos sentir ausencias, sería menos dramático. Si recordarla a mi manera, la hará real una vez más. No solo un recuerdo, sino hacerla a ella una vez más real. Aunque sea un poco, solamente un poco más real.

Y si por buscarla a ella en la realidad, no seré yo quien ceda su parte a la locura. ¿Alguien podría o querría escribir estas líneas por mí?

Devina cuando dijo que morir era mi arma más letal, no me hablo de su muerte. No me aclaro que su muerte tan temprana y tan comentada por las chusmas que dicen que la gente joven muere por el destino, o por drogas o hasta por nosotros: sus amantes e imaginarios amigos, sería así. No me aclaro que su muerte misma sería, para mí, un arma letal, apuntándome al centro del corazón, para balearme el alma de a poco, respiro tras respiro; o en más profundidad: preguntas tras preguntas. Porque eso fue lo que me dejo al detonar SU arma más letal: las preguntas y el vacío. Que son balas para mi ser tan desolado.

Pero había que salir a vivir. Y lo dejó claro: para salir, antes había que vivir.

Ella me lo supo decir años atrás, cuando nos conocimos en ese bar que parecía un simple galpón abandonado, escondido entre los locales de Once pero que alguien se había tomado el trabajo de decorar para que pareciese otro lugar. Ella decía en aquel entonces que no era ni un bar ni un galpón, que eso solo era el espacio para nuestros momentos.

Y ni así enojado como estoy puedo reconocer que quizá haya tenido razón esa vez.

Pero solo esa vez, porque en las demás estaba increíblemente equivocada. De haberlo no estado, Devina no se habría olvidado el cuerpo para irse a caminar sólo con su alma.

No me habría olvidado tampoco a mí.

No se habría olvidado de nuestros cuerpos. Aunque a veces se olvidaba de nuestras almas, no se habría olvidado de nuestros cuerpos.

Entiendo entonces a aquellos que quieren leer de ella, porque ya algunos se habrán enterado de lo especial que era. Algunos se habrán cruzado con ella. En la facultad, en alguna plaza o hasta en alguna biblioteca. Jamás en un recital, porque los odiaba.

Aquellos que alguna vez se la encontraron, aunque fuese un solo segundo de charla, aunque haya sido sólo una mirada, estoy seguro de que ya saben lo especial que era.

Veremos si desde el rencor de un abandonado, de un ignorado, de un aprendiz sin más lecciones, puedo embarcarlos conmigo a este viaje que ya lleva años demorándose. El viaje que permita responderme a la pregunta más dolorosa: ¿Por qué?

¿Por qué su influencia me dejo más solo? ¿Por qué su existencia me quito lo que una vez supe ser? ¿Por qué Devina estaba muerta?

A ver, si por alguna extraña razón, logro encontrar en estas páginas que la culpa por la repentina muerte de Devina no fue completamente mía.

Y si queda un poco del deseo para pedir: ojala tampoco haya sido completamente de ella.

Porque ambas dos me conducen a una miserable forma de vivir.

Y eso duele. Porque yo solo era un cuerpo. 

2364Donde viven las historias. Descúbrelo ahora