Capítulo 1

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Esa tarde de noviembre, en la que nos perdimos dando vueltas por la ciudad, no llovió.

Las calles flotaban caídas desde nubes que amenazaban a todos y se habían adueñado del cielo. Pero no llovió. Se encontraban repletas de gente que caminaba hacia lugares diferentes a los que sus mentes les indicaban, según solía repetirme Devina con sólo mirarlos a los ojos. "Como los relámpagos cuando le apuntan a uno, pero no llegan".

Devina se quejaba cada dos cuadras de que habíamos caminado tanto en vano bajo una sombra gris y que ahora sólo nos quedaba volver a "nuestra simple vida ordinaria". Yo en cambio, asombrado, me preguntaba a cerca de todos los lugares que habíamos conocido de Buenos Aires. Desde plazas escondidas hasta cementerios con tumbas abandonadas, algunas tan disimuladamente que parecían presentar orgullosas alguna que otra flor de bronce viejo con olor al tiempo que no supieron nunca manejar sus dueños. ¿Alrededor de ciento cincuenta y pico de cuadras caminando y ella solo quería que lloviese? ¿Acaso no deberíamos habernos sentado en la puerta de su casa o mi departamento y esperar? Y no me venga nadie a decir que quizá Devina quería sentir la lluvia cayendo sobre ella y los muertos a su alrededor. No. Devina lo hacía para molestarme. Siempre encontraba alguna excusa para quejarse cuando yo me las ingeniaba para recolectar interés en sea lo que sea haya sobre mi camino.

Sabía que mi observación sobre lo que allí ocurría era lógica, pero opté por no decir una sola palabra y seguir tras sus pasos y su oscuro cabello rubio ya que era ella quien aparentaba saber (un poco más que yo al menos) como podríamos regresar. Y si, su cabello era definitivamente oscuro y rubio.

Al llegar a una parada de colectivos, hablo con una señora que allí esperaba y ésta inmediatamente se retiró agradeciéndole quien sabe qué. Me hizo señas para que nos sentemos en su lugar y ahí quedamos descansando, en silencio, por unos minutos. Por curiosidad quise saber que le había dicho, y me contesto, mientras hacía muecas con su rostro, que si me lo decía, capaz, me iría yo también y no deseaba seguir caminando sola.

Hacía ya más de dos años y cinco meses que nos conocíamos y creo que ese día fue el primero en que realmente llego a parecerme una persona insoportable. Miré a la calle casi desierta y comencé a pensar en si todo esto tenía algún sentido, si compartir mi tiempo con una chica así tenía algo de sentido pues siempre era lo que ella quería. Lo que ella opinaba y hasta lo que ella imaginaba eran lo correcto. Estaba por sacar drásticas conclusiones pero con un golpe a mano abierta en la cabeza me despertó del trance y me ordenó que siguiésemos caminando. Me levanté, sabiendo que en la realidad jamás podría sacar conclusiones al lado de ella. Y la volví a seguir desde atrás.

Ella tenía 21 años, yo 20; y quizá porque ambos éramos de pueblos del interior, le tenía cierto respeto (exagerado) por ser mayor. Cada paso que dábamos me llenaba de bronca y me preguntaba "¿Qué había hecho ella para ganarse mi respeto?". Nada. Nada. Nada. Sí, tres veces la palabra "Nada" en mi cabeza fueron suficiente incentivo como para, como muestra de revelación, adelantarme a ella, mentirle diciéndole que ya sabía dónde estábamos y que era ella ahora quien debía seguirme de atrás. Devina frenó tranquilamente y me dejo caminando solo, al darme vuelta estaba sentada en el cordón de la vereda una cuadra atrás, cruzando la esquina, donde la imaginé triste.

Horrible fue la batalla que sentí en debajo de mi piel. Debía volver y pedir disculpas. Pero perdería la oportunidad de enseñarle a tratarme mejor. Irónicamente, si volvía a buscarla, volvía a perderme.

Y entonces, desde una cuadra y la esquina, sentí sus ojos. Los recreé a punto de llorar, la imaginé arrepentida, que ya se había dado cuenta lo mal que me había tratado esa tarde y supe que con eso alcanzaba, no necesitaba palabras en la boca de Devina que mil veces se encargó de recalcarme que no utilizaría nunca porque no creía en su valor. Y como un torpe en una película comencé a correr hacia ella. La cuadra entera pareció acabar en solo dos pasos. Llegue y me senté a su lado y la abracé. Me quede calladito porque no sabía que decir, ni sabía si decir algo sería apropiado. Devina aguanto el silencio con más paciencia que yo, pero al final me dijo: "¿Me dejas una cuadra atrás, sin darte cuenta, y después vuelves corriendo como un nene que perdió a su mamá?" Y se rio. Yo me quede masticando aire con mi boca y ese conocido sabor amargo. Creo que mi cara estaba verde. Me levante y me fui. Entre tanta humillación que me provocaba su presencia pensé en jugársela de pobrecito y dejarla pensando en lo ocurrido toda la noche o al menos unos segundos. Para que sienta la posibilidad de que quizá no volvería a caminar junto a ella nunca más, volví y enojadísimo le dije: "Volví por tus ojos".

No habían sido esas las palabras que tenía en la mente, pero así salieron. Resignado di media vuelta y me aleje rápido. Desde atrás escuchaba a Devina reírse a carcajadas. Al llegar a la esquina doble un poco e intente espiar cuidando de que ella no me vea para saber si seguía riéndose, o si solo se reía enfrente mío. Dude varios segundos. ¿Podría sentir más humillación aún si al mirar con cautela ella casualmente me viera? Dude otros segundos más, y hasta creía escucharla riendo. Tome coraje y miré. Y ella ya ni siquiera estaba allí.

Como pude, preguntando en kioscos, sobre cigarrillos y calles lejanas, llegue a las 2 horas a mi departamento. Estaba decidido a no volver a llamarla, a no organizar más nada con ella. A dedicarle mi tiempo a todas esas mujeres a quienes quise conocer tiempo atrás y por respeto a ella nunca accedí. Confiado creí que eso sería lo primero que debía hacer. Por el tema del respeto que nunca fue mutuo. Estaba enojado y me sentía avergonzado de mí mismo. Sabía que esa sensación que me había provocado, jamás la podría olvidar, jamás podría dejarla en el pasado.

Me sentía tan triste esa noche que hasta miedo de soñar con ella tenía. Tanto miedo tenía que puse la alarma del celular para que suene cada media hora, por las dudas de que eso suceda. Y debe haber funcionado porque lo que soñé ni lo recuerdo.

Al otro día esperaba ansioso su llamada diaria para hacer quien sabe que locura. Pero no llamo.

No porque estaba enojada, ni porque creyese que yo estaba enojado.

No llamó porque ese día Devina había muerto en su casa.

Y yo, dibujando sobre el aire un museo entero de obras de arte sobre la desesperanza, lo único que pude hacer fue desactivar las alarmas del celular.

Era domingo. Y encima: llovía. Toda la noche, desde que nos separamos, había llovido.

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