La dama de sombra
Su Majestad, ¡vida, Salud y Fuerza!, regresa victorioso de sus campañas en las tierras de levante, las cosechas son abundantes y el tiempo bueno. Los dioses colman el reino de prosperidad. Pero incluso en el oro más bruñido puede encontrarse una mella. Entre los súbditos satisfechos los hay también atribulados por los más variados motivos.Entre ese puñado, tenéis ante vuestros ojos al más desdichado de todos. Incluso bajo la luz radiante del más claro de los días, mi corazón permanece oprimido por la oscuridad más cerrada.
Escuchad, pues, con atención, si es que deseáis conocer el origen de mi desgracia. Así sabréis que hay destinos funestos a los que es imposible escapar aunque uno se lo proponga con todas sus fuerzas.
Algunos nacemos bajo el influjo de oscuros designios, sutiles maromas que nos atan sin posibilidad alguna de liberarnos de ellas por mucho que forcejeemos. Dad gracias vosotros los que nacisteis libres, cuyos actos no son torcidos ni adulterados por influjos que os persiguen como mastines tenaces a una gacela herida. Escuchad, escuchad, y comprenderéis porque llegué a tal conclusión y estado.
Mi nombre es Rahotep y mi infancia fue feliz en un principio. Hasta que la enfermedad se llevó a mis padres y me encontré repentinamente huérfano. Mis tíos me acogieron y yo solo deseaba recompensarles la caridad demostrada con un comportamiento ejemplar, pero tal idea chocaba con cierto obstáculo. Tenían una hija más o menos de mi edad llamada Selket, hermosa y vehemente.
Yo era mucho menos audaz y me limitaba a seguir sus pasos y secundar sus decisiones durante juegos y travesuras. Espléndida como una princesa, yo solo era el siervo fiel que la obedecía fascinado. Y mientras su compañero continuaba siendo un niño apocado, la vida se desarrollaba en ella rápida y sigilosa como la carrera de un ratón, haciéndola florecer. Por eso no me percaté de que sus palabras ya eran las de una mujer cuando después de preguntarme si la veía bella, se sonrojaba y me evitaba durante horas.
Selket era hermosa aunque yo no acertase a saber decírselo. En su rostro redondo y aniñado bailaba siempre un mohín entre la seriedad y la picardía haciendo brillar sus ojos negros.
Sí ella había proyectado convertirme en su esposo en un futuro cercano tal idea no disgustaría a mis tíos, que no se oponían a nuestro creciente afecto. Nuestra casa era próspera, los días apacibles y solo teníamos que extender la mano y recoger los frutos de la dicha más completa. Por eso el golpe que cayó sobre nuestra encantadora niña fue, por imprevisto, todavía más doloroso.
Fue durante la estación de la inundación. Jugábamos con los huesos de los dátiles que nos habíamos comido, sentados junto al estanque del jardín. Entonces Selket se desvaneció, sin más. Corrí a despertar a la nodriza, que como de costumbre, se había dormido a la sombra mientras nos vigilaba a cierta distancia.
La señora la cogió en brazos mientras llamaba a sus amos. La acostamos en su lecho pero pronto volvió en sí. Ella no le dio demasiada importancia y los demás nos contagiamos de su despreocupación. Una anécdota sin más. Pero que acabaría desvelándose luego como el principio de la desgracia.
Aún así la muchacha ocultaba un secreto, algo que pesaba en su corazón. Solo cuando empezaron a manifestarse claros síntomas de debilidad se sinceró conmigo. Una extraña inquietud había empezado a asaltarla en sueños durante la noche. Un ahogo que no llegaba a despertarla pero la agobiaba, obligándola a despertar cada vez más agotada, como sí hubiese nadado contracorriente en aguas tumultuosas.
Al principio el cansancio iba remitiendo a lo largo del día pero, poco a poco, este había ido negándose a abandonar su carne. Eso me confesó entre abrazos y sollozos. Yo no hallaba el modo de consolarla. Pues eso fue lo que ocurrió: Selket, tan llena de vida, fue perdiendo la fuerza y la lozanía a ojos vista. Sus padres la pusieron en manos de médicos y curanderos. Pero bebedizos, ungüentos, friegas, aspersiones y los más reputados amuletos resultaron inútiles a la hora de alejar la enfermedad de la habitación de la muchacha.
