Doctor Julian

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El amor es una enfermedad inevitable,

dolorosa y fortuita.

Marcel Proust

<<¿Será un delirio?>> <<¿Será que estoy muerto?>> <<¿De dónde provendrá esa luz cegadora que hiere mis ojos al abrirlos?>> Me hacía esas preguntas en ese momento de incertidumbre. Cuando mis pupilas reaccionaron y se familiarizaron con la luz de repentina aparición, me percaté de cuál era su fuente verdadera; no era una luz celestial, no era la luz al final del túnel que muchos afirman ver después de ser declarados muertos durante algunos minutos, era la luz blanca de un tubo fluorescente sobre mí. Aún continuaba con vida, postrado en la cama de un hospital, pero estaba y me sentía tan mal, que pronto dejaría de existir, y descubriría si era cierto que todos los que mueren ven la luz celestial. Me volví prisionero de mi cuerpo, una extraña clase de gripa me arrebató el mando de mi organismo. Era el resfriado más letal de mi vida.

El medicamento que los médicos suministraron cinco días antes no dio resultado, llegué a pensar que sólo empeoraba los síntomas. Los escalofríos se prolongaban, el calor de mi cuerpo hacia que los termómetros marcaran el número treinta y nueve. Sentía que mi cráneo colapsaría sobre sí mismo en cualquier momento. Mi cuerpo de veinticinco años parecía el de un viejo; lánguido y adormilado.

Cuando desperté, después de no sé cuánto tiempo, algunos síntomas como el dolor de cabeza y la fiebre habían desaparecido, pero sabía que dentro de unas horas volverían para torturarme. <<¿Cómo fue que terminé así?>> me preguntaba una y otra vez, siempre había sido una persona con hábitos saludables, mi dieta era rigurosa y nutritiva, rica en proteínas y vitaminas, un balance neutro entre carne y vegetales, mucho huevo para mantener el cerebro saludable. Desde los quince años complementaba mi alimentación con el ejercicio, si no estaba en el gimnasio, me encontraba corriendo, o andando en bicicleta. No había razón para enfermarme de una manera tan mortífera.

Hasta hacía unos ocho días me sentía como un león y, sin ningún aviso, llegó una gripa que amenazaba con quitarme la vida.

—El bello durmiente al fin despertó —anunció un doctor, estaba parado al lado derecho de mi cama.

Día a día pasaban frente a mi un sinnúmero de médicos y, con mi mente funcionando al cincuenta por ciento, o quizá a menor capacidad, no podía recordar sus rostros, mucho menos sus nombres. Pero el doctor que tenía a mi lado sería la excepción, recordaría su nombre y su rostro hasta que mi corazón dejara de latir.

Podría asegurar que era el medico más atractivo del hospital, era alto y aparentaba unos veintiocho años. Traía el pelo peinado hacia el lado derecho, con entradas poco notables en la frente. Piel morena, con ausencia de vello facial, suponía que era para mantener su higiene. La falta de vello dejaba ver su barba partida. Sus ojos eran del mismo color que los míos, de un café oscuro y ordinario, pero los de él se diferenciaban por las pestañas largas que los adornaban, y un brillo que podría encantar a cualquiera.

—Buenos días, doctor —al igual que mi cuerpo, el tono de mi voz era lánguido. Tan sólo mover la boca me debilitaba.

—¡¿Días?! —el doctor soltó una risita—. Entonces debes de ser un vampiro, porque son las dos de la madrugada.

Miré hacia los costados. En las otras camas los pacientes dormían, pero la mayoría lo hacía de forma incomoda e inestable, emitiendo silbidos involuntarios y toses repentinas que escapaban con violencia. Al otro lado de la habitación, en la sala de espera, mi hermano y mi madre dormían en sillas incómodas.

Traté de reclinarme, pero el doctor me puso una mano en el pecho. Cuando me tocó, sentí algo extraño, similar a lo que se siente cuando te toca la persona que te gusta. Me puse nerviosismo al estar ante su ser tan atractivo.

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