Epílogo: La marcha silenciosa

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Todos estuvieron de acuerdo con la sugerencia de Jamie para asistir a la marcha en nuestra memoria, mis amigos y yo caminamos detrás de la multitud. No era una manifestación exactamente silenciosa, mucha gente lloraba y clamaba justicia.

La marcha fúnebre se desplazaba bajo un cielo nocturno, en medio de las extensas avenidas de la ciudad. Miles de veladoras encendidas sobre las manos de quienes suplicaban por no ver al amor morir. Miles de cuerpos vivientes que rezaban por nuestros cuerpos inertes, por las vidas breves que no debieron extinguirse.

Observé a Jamie de soslayo, estaba a punto de llorar. No me gustaba ver a la gente llorando, menos sabiendo que los llantos eran para nosotros, para los muertos. Sin embargo, la marcha también es para conmemorar a los vivos, a aquellos que desearían estar en nuestro lugar para ponerle fin al sufrimiento causado por el hecho de ser diferentes. La muerte es pacífica, y nosotros lo sabemos mejor que nadie, pero la vida es dolorosa; los seres queridos de mis amigos fueron condenados a vivir el resto de sus años sin ellos, sin sus risas, sin esa chispa que era el centro de atención y unión de la familia,

Jamie soltó un suspiro, y ahora lo miraba dejando de lado el disimulo.

—Ya sé que fue mi idea, Liam —replicó, antes de que yo pudiera decir algo.

—Fue una buena idea venir —aseguré, afianzándome de su brazo—, verás a tu hermana y a tus padres. Sería egoísta partir sin despedirnos de la gente que nos ama.

La marcha avanzaba con lentitud, nos topamos con un grupo de padres de familia y amigos, exigían justicia por la muerte de varios hombres contactados en Linder. Esos chicos estuvieron en un lugar más aterrador que el infierno, por fortuna, Clary Stonewall logró dar con ellos con su videncia, y así la policía logró culpar a la compañía farmacéutica que experimentaba armas biológicas con ellos. La compañía era muy poderosa, estuvieron a punto de ganar el juicio, pero una racha de mala suerte, como si se tratara de una maldición, hizo que fuera clausurada. Sin embargo, era una pena que ninguno de los chicos que encontraron en sus laboratorios sobreviviera, pero al menos ya ningún otro sería sometido a esos feos experimentos.

Mientras el río de gente se movía por las calles, el cielo se iba cubriendo de nubes, amenazando con apagar las flamas, pero, el viento, como si compartiera la pena, le exigió respeto al cielo gris y, poco a poco, arrastró las nubes hasta las montañas del noreste. Nos mezclamos entre la gente, los muertos se dispersaron para ir a encontrarse con su familia, varios los lograron, trataban de afianzarse de las manos de sus hermanos o amigos, pero no tuvieron éxito.

Había otros espíritus a quienes no conocíamos, aquellos que murieron asesinados en un callejón oscuro, o peor, personas cuyos cuerpos nunca habían sido recuperados, lo que generaba una tortura para sus seres queridos. Ninguno de nosotros merecía morir, deberíamos estar con vida, moldeando un futuro más próspero y hermoso para este mundo.

Al frente de la multitud, cargaban una extensa manta con fotos de las víctimas del ataque al Glowing Queen.

—No puedo creerlo —exclamó Jamie.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Me veo horrible en esa fotografía —Jamie señaló su fotografía en la pancarta y se dirigió a su hermana, como si pudiera escucharla. También iba acompañada por sus padres—, ¿por qué eligieron esa foto?

—Ay, por Dios, Jamie —le di un empujón—, a nadie le importa que te veas bien o mal en esa fotografía. Tu familia lo único que quiere es tenerte de vuelta.

Jamie dejó de reprochar al ver llorar a toda su familia, intentó abrazar a su padre por última vez. Él y su padre tuvieron una relación que otros chicos gais envidiarían, cuando Jaime salió del closet, en medio de la desesperación y el llanto, su padre lo abrazó, y le dijo que no había razón para llorar, que siempre sería su muchacho y nunca dejaría de amarlo.

—Te amo, papá —Jaime no logró sujetarlo, su padre atravesó su cuerpo. Sin embargo, tal vez Dios tenía puesta su mirada en la marcha silenciosa y en cada uno de los corazones afligidos, ya que ocurrió lo que Jaime tanto anhelaba, aunque no de la forma que él hubiera querido. El padre de Jaime soltó la pancarta, en su rostro había extrañeza, se volvió hacia atrás, donde estaba Jaime, aunque no podía verlo.

—Te amo, hijo —respondió, y regresó con su familia para cargar la pancarta.

Jamie se acercó a mí, también estaba sorprendido, pero no dijo nada, estaba muy pensativo. Volvió a afianzarse a mi brazo y caminamos. También podía ser la última vez que podía hacerlo, sujetarme, ya que algunos dicen que cuando mueres y llegas a la luz, tu cuerpo desaparece para transformarse en energía, pero, ¿quién iba a saberlo? Ya habíamos pasado mucho tiempo entre los vivos, era hora de irnos.

—Los volveré a ver —dijo Jamie, con esa esperanza que a veces se le dificultaba demostrar—. Ojalá la espera no sea tan larga allá donde vamos.

—Claro que los volverás a ver —le aseguré—, pero debes ser paciente.

—Oye, ¿crees que algún día la humanidad vivirá en paz y armonía? —quiso saber Jamie.

Me tardé en responder, ya que me hizo pensar en mi familia, en los padres me rechazaron, en el hermano que me mató. Me detuve frente a Jamie. Por el momento, mi respuesta era irrevocable y cruel. Le respondí sin titubear y con crudeza:

—No, al menos no a corto plazo —entonces Jamie me miró consternado y me apresuré—: ¿Quieres que te diga: sí, desde mañana cada humano de la tierra se bañará en amor y felicidad, que hasta las nubes se teñirán de rosa? Te estaría mintiendo.

—Entonces, ¿qué sentido tiene seguir luchando?

—Amigo, ¿no te has dado cuenta que ese es parte del sentido de la vida? —le pregunté—, luchar para alcanzar la felicidad. La gente buena debe luchar por sus ideales aunque el mundo no cambie mientras vivan, para dejarle un mundo un poco más brillante a los que vendrán después, quienes, a su vez, tomarán el mando de esta lucha. Pero tengo la esperanza de que un día todo sea mejor.

—Yo también —murmuró Jaime, luego gritó—: ¡¿Qué es eso?! —señaló un punto blanco en el cielo que se fue haciendo más grande y luminoso.

—Creo que lo sabes —le dije, y pasé mi brazo sobre su hombro—. Es hora de irnos.

Nuestros amigos se reunieron detrás de nosotros, cuando todos estuvimos reunidos, aquella luz se intensificó, como si el sol hubiera aparecido de repente. La luz no podía hacer estragos a nuestra vista, era reconfortante, nos envolvió de paz. Una fuerza invisible comenzó a elevarnos hacia ella. Jaime estaba nervioso, me tomó más fuerte del brazo al verse a varios metros del suelo, desde donde las veladoras se convirtieron en estrellitas titilantes. Jamie y yo nos dejamos llevar hacia una nueva aventura, transportados por la luz celestial que nos llevaría hacia lo desconocido.


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