Nuevas vecinas

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La mujer es como la sombra:

si la huyes, sigue; si la sigues, huye.

Nicolas Chamfort

Llegamos a casa a las once y media de la noche, fue un día nefasto, era el funeral del padre de mi prima Susan, y lo más triste fue que no lograron encontrar su cuerpo en el lago. Sabía lo que era perder a un familiar, el funeral me trajo el agrio recuerdo la muerte de mi hermano. Al menos Susan tenía a un lindo novio a su lado, un chico llamado Simon.

No quería asistir al funeral, con sólo escuchar esa palabra podía revivir cada escena del peor día de mi vida, desde la llamada de los oficiales de tránsito, para informarnos que el auto de mi hermano estaba hecho pedazos, hasta el dolor que sentimos cuando nos dijeron que había muerto en la ambulancia durante el trayecto.

El día antes de que muriera, mi hermano abogó por mí, hablo con mis padres sobre mi preferencia por las chicas, y, para mi sorpresa, los hizo entender que no había nada malo en eso, aunque al inicio lo aceptaron de mala gana. Quizá una parte importante de la misión de mi hermano en esta vida haya sido esa, hacer comprender a mis padres que yo no elegí nacer así.

Cuando bajamos del auto, alcanzamos a ver una luz proveniente de una de las casas de enfrente. Esa casa llevaba más de seis meses con un letrero de "Se vende>", luego los dueños lo cambiaron por un letrero de <<Se renta>>. El último letrero duraría menos tiempo. Frente a la casa estaba estacionado un camión de mudanzas en plena noche, algunos hombres transportaban los muebles. Delante del camión había un auto más pequeño, sus luces se encendieron, vi que alguien se metió en él y comenzó a conducir.

—Una hora muy inusual para hacer una mudanza —observó mi padre.

—Deben venir desde un lugar muy lejano —supuse. Mis padres se metieron a la casa, yo me quedé un rato afuera, una fuerza invisible hizo que me detuviera, sentía que alguien me miraba desde la casa de los nuevos vecinos. Alcancé a ver una silueta, mas no veía su rostro, pero sabía que me estaba mirando, la opresión de sus ojos me hizo sentir rara.

—¡Hey! ¡Abigail! —alguien gritaba mi nombre desde el auto que hace unos momentos había arrancado. La voz se me hizo familiar, de alguien que no veía hace ya mucho tiempo. Un chico bajó del vehículo, entonces pude recordarlo.

—¡Oscar! —corrí a abrazar a mi amigo, al que deje de ver el último año de la carrera universitaria—. Cuánto tiempo sin verte.

—¡Qué sorpresa! —me abrazó con solidez y me dio un beso amistoso en la mejilla.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —quise saber—. ¿Qué hacías en esa casa? No me digas que la compraste.

—Al contrario, la acabo de entregar a tus nuevas vecinas —me informó—. Vengo de hacer los últimos trámites con ellas.

—¿Compradoras?

—Sí, una chica más o menos de tu edad y su tía.

—Espera, ¿esa casa te pertenecía? —pregunté.

—No, era la casa de mis abuelos —aclaró Oscar—. Como sabes, pasaron a mejor vida hace año y medio, y a nadie de mi familia le gustaba esa casa. Decidimos que era una mejor idea venderla, pero terminamos poniéndola en renta.

—Que bien. Oye, te extrañe mucho después de que dejaste la universidad —lo tomé de las manos—. Quizá ahora sí quieras decirme por qué te fuiste.

—Digamos que encontré el verdadero propósito de mi vida —respondió con entusiasmo—. Mañana en la mañana parto hacia Inglaterra, iré a tomar un curso de etología canina.

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