Después del amanecer

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Todo hombre es como la Luna:

con una cara oscura que a nadie enseñan.

Mark Twain

Gustav cruzó la avenida, nervioso y emocionado. No todas las noches inauguran un nuevo bar, mucho menos un bar gay entre la ciudad y el pueblo donde vivía. Sería una noche de viernes interesante. Pensaba en todos los chicos que podría conocer aquella noche, y si tenía suerte, entre ellos podría encontrar el amor.

La música electrónica estridente, el aroma del alcohol y los cuerpos masculinos moviéndose con ritmo, le provocaron excitación. Ahí dentro no había nadie que pudiera hacerle daño, ahí dentro sería el último lugar donde se encontraría con su padre violento y alcohólico.

Varias miradas se cruzaban con la de Gustav, miradas de hombres con ropa casual y discretos; hombres sin camiseta y pectorales marcados, con piercings en los pezones; hombres femeninos, con delineador y peinados extravagantes. Hombres de todo tipo.

Gustav revisó sus bolsillos, no llevaba mucho dinero, su padre le había robado una buena parte hace una semana para comprarse botellas de coñac. Pero vio el lado bueno de su falta de dinero, no quería llegar ebrio a casa, porque no deseaba volverse como su padre. Aquella noche iba decidido, como mínimo, a besarse con un chico guapo y bailar con sus cuerpos muy de cerca.

Cuando llegó a la barra para sentarse, se volteó para contemplar el buen ambiente que se vivía. Vio a un chico delgado, con una blusa morada y tan ajustada que parecía ser parte de su piel, paso frente a él, le acarició la barbilla con el dedo índice y le lanzó una mirada coqueta. Gustav le sonrió al chico por cortesía. Si lograba una cita, no sería con él, Gustav sentía atracción hacia los hombres discretos, no es que despreciara a los chicos afeminados, se debía al temor que le infundía su padre; no podría presentarle al chico afeminado ni siquiera como su amigo, o su padre lo golpearía por juntarse con homosexuales.

—Qué tal, guapo —dijo en voz alta un chico a su izquierda. Gustav estaba tan concentrado admirando con discreción al chico afeminado, que no se dio cuenta cuando llegó el otro a saludarlo. Era de su misma estatura, pero era rubio y con ojos azules encantadores, Gustav era moreno y de ojos marrones. El rubio vestía un saco que Gustav valuó en más de lo que ganaba en un mes de trabajo, y un reloj dorado que significaría medio año de esfuerzo, tal vez más.

—Hola, ¿qué tal todo? —respondió Gustav.

—Muy buen ambiente, ¿no? —el chico le dio un sorbo a su bebida—. ¿Como te llamas?

—Me llamo Gustav.

—Un gusto, yo soy Christian Greyson —el chico pasó su brazo sobre los hombros de Gustav—. ¿Qué opinas de este lugar?

—Está bien para ser el segundo bar gay que visito —dijo Gustav y señaló a la pareja que se levantó de su mesa al fondo para ir a la pista. Caminaron con rapidez para ganar aquella mesa y platicar con un poco menos de ruido.

—¿El segundo? —preguntó Christian, cuando ambos estuvieron sentados.

—Sí, a mi padre no le gustaría que anduviera metido en este tipo de lugares —Gustav era un chico muy abierto, y eso le servía de ventaja para conocer a las personas dependiendo de lo que pensaran sobre él.

—¿Tu padre? ¿Aún vives con tu padre? No eres más que un niño mimado entonces. No me sorprendería que fueras virgen —respondió Christian, con desprecio desmedido—. Y además pareces de los que se hacen de rogar. Creo que debería irme para no perder más el tiempo contigo.

—Sí, creo que deberías largarte, no suelo andar con tipos tan superficiales —Gustav, indignado, se puso a la defensiva—. Si soy virgen o no, es mi problema. Si aún vivo con mi padre a mis veintitrés años, no debería ser tan relevante. Y si no voy seguido a bares, es porque tengo muchas cosas de las que debo ocuparme.

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