Quince

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La primera vez que ocurrió, fue como una pesadilla que duró horas. Manuel se quedó con los ojos muy abiertos, abrazándose las rodillas mientras Arthur se ponía su ropa encima, y, en silencio, le daba unas miradas furtivas que recorrían desde sus piernas cerradas hasta sus mejillas húmedas. Cuando subió las escaleras no le dijo nada, simplemente lo dejó yacer en la cama, en la oscuridad.

Tuvieron que pasar algunas horas para que Manuel finalmente se diera cuenta de lo que había sucedido, de lo que Arthur le había hecho. Tenía el cuerpo entumido y las caderas doloridas y apestaba, apestaba al olor de ese alfa, incluso cuando los dientes de él no se habían hundido en su cuello.

Arthur no volvió a bajar ese día, pero Manuel no durmió, incapaz de reconocer cuándo era de mañana y cuándo era de noche. Lo único que podía ver dentro del sótano era la cama de la que no podía levantarse por el peso de la humillación, del dolor y de la pena, el baño que estaba al costado y la tina que lo acompañaba.

Arthur bajó otra vez y otra vez, en cada momento y Manuel sabía lo que venía. Siguió resistiéndose, siguió pataleando y chillando, corriendo a cada extremo del sótano, en un satírico, frívolo juego de escondidas para intentar escapar. Manuel conocía el verdadero temor, el miedo que le apretujaba el pecho, cuando Arthur lo agarraba de las manos y lo llevaba a la cama. Entonces volvía a vivir todo. Y cuando Arthur finalmente se iba, llegaban a la cabeza de Manuel las preguntas ineludibles: ¿cuánto durará todo esto? ¿por qué a mí?

Así siguió por tiempo que Manuel no pudo contar. La misma rutina. A veces Arthur bajaba más veces para traerle comida y se quedaba a su lado, mirándolo llevarse los tallarines a la boca, cuando Manuel solo quería escupírselos a la cara. Pero no lo hacía, porque sabía lo que causaría y con el paso del tiempo, Manuel empezó a comprender.

Hasta que un día todo se detuvo. Todo pareció quedarse estancado, inamovible en algún punto trágico y doloroso de todos los hechos vividos allá abajo. Las cosas que pasaban fueron cosas nada más porque, de pronto, lo que comenzaba a consagrarse era algo más grande, más estremecedor.

Las náuseas eran habituales. El olor del sótano, el olor de Arthur, las manos de Arthur, el cuerpo de Arthur sudado contra el de él, todo era nauseabundo y asqueroso y le hacía querer vomitar durante cada momento. Pero las náuseas de ahora eran diferentes. Las náuseas le hacían despertar y cada vez que se despertaba se arrodillaba contra el baño. Manuel lo supo el día que se desmayó contra la cama, cuando intentaba ponerse de pie. Entendió todo. Y entender dolía horrores.

Lo primero que hizo, cuando despertó, fue apoyar sus manos en su vientre. Después se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos. Si esto en verdad estaba pasando, si de verdad había alguien creciendo dentro de él, Manuel se encogió de hombros y golpeó con su mano las colchas de la cama. Si era verdad...

Al día siguiente, Manuel pensó que no había espacio para las dudas. Cuando Arthur bajó, se dejó hacer, hasta que el inglés no tuvo más fuerzas y se permitió caer al otro lado de la cama. Lo miró aspirar profundo y luego verlo con los ojos, con esos ojos verdes, muy abiertos y sorprendidos, luego una sonrisa extraña apareció por sus labios y Manuel tembló.

- Estás esperando –le susurró Arthur. Entonces todas las dudas de Manuel se disiparon porque un alfa puede oler.

Desde ese momento, fue sorprendentemente práctico. Se dijo a sí mismo que su propio drama, su propio infierno pasaba a un plano más lejano con la llegada de la guagua que estaba cargando en el vientre. Partió por pedirle a Arthur un calendario, con el día que era marcado y un reloj de mano con la hora actual. Arthur decidió que cada domingo podía pedirle lo que necesitaba. Manuel se sorprendió de la forma en la que las cosas iban avanzando.

Sótano || ArgChi [Omegaverse]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora