Capitulo 1

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A finales de la década de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas ycallejones donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado consólo cruzar el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historiay ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia.

Fue allí, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugadosde fábulas tramaron el decorado de esta historia.Por entonces yo era un muchacho de quince años que languidecía entre lasparedes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera deVallvidrera.
En aquellos días la barriada de Sarriá conservaba aún el aspecto depequeño pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio sealzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Sumonumental fachada sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa siluetade color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanquescenagosos, patios y pinares encantados. En torno a él, edificios sombríosalbergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados desilencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían al reflejo de loscirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sótanos y un altillo declausura donde vivían los pocos sacerdotes que todavía ejercían comoprofesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo decorredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerías yacían enperpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral.

Yo pasaba mis días soñando despierto en las aulas de aquel inmenso castillo,esperando el milagro que se producía todos los días a las cinco y veinte de latarde. A esa hora mágica, el sol vestía de oro líquido los altos ventanales. Sonabael timbre que anunciaba el fin de las clases y los internos gozábamos de casi treshoras libres antes de la cena en el gran comedor. La idea era que ese tiempodebía estar dedicado al estudio y a la reflexión espiritual. No recuerdo habermeentregado a ninguna de estas nobles tareas un solo día de los que pasé allí.Aquél era mi momento favorito. Burlando el control de portería, partía aexplorar la ciudad.

Me acostumbré a volver al internado, justo a tiempo para lacena, caminando entre viejas calles y avenidas mientras anochecía a mialrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensación de libertadembriagadora. Mi imaginación volaba por encima de los edificios y se elevaba alcielo.
Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lúgubrehabitación en el cuarto piso se desvanecían. Durante unas horas, con sólo un parde monedas en el bolsillo, era el individuo más afortunado del universo.

A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el desierto de Sarriá, que no era más que un amago de bosque perdido en tierra de nadie. La mayoría de las antiguas mansiones señoriales que en su día habían poblado elnorte del Paseo de la Bonanova se mantenía todavía en pie, aunque sólo fuese enruinas.

Las calles que rodeaban el internado trazaban una ciudad fantasma.Muros cubiertos de hiedra vedaban el paso a jardines salvajes en los que sealzaban monumentales residencias. Palacios invadidos por la maleza y elabandono en los que la memoria parecía flotar, como niebla que se resiste amarchar. Muchos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habíansido saqueados durante años. Algunos, sin embargo, aún estaban habitados

Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas. Gentescuyo nombre se escribía a cuatro columnas en La Vanguardia cuando los tranvíasaún despertaban el recelo de los inventos modernos. Rehenes de su pasadomoribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva. Temían que, siosaban poner los pies más allá de sus mansiones ajadas, sus cuerpos sedesvaneciesen en cenizas al viento. Prisioneros, languidecían a la luz de loscandelabros. A veces, cuando cruzaba frente a aquellas verjas oxidadas con pasoapresurado, me parecía sentir miradas recelosas desde los postigos despintados.

~ Malú ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora