Capitulo 20

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Seguí el rastro de Claret hasta una calle oculta tras la catedral. Una tienda de máscaras marcaba la esquina. Me acerqué al escaparate y sentí la mirada vacía de los rostros de papel. Me incliné a echar un vistazo. Claret se había detenido a una veintena de metros, junto a una trampilla de bajada a las alcantarillas. Forcejeaba con la pesada tapa de metal. Cuando consiguió que cediera, se internó en aquel agujero. Sólo entonces me acerqué. Escuché pasos en los escalones de metal, descendiendo, y vi el reflejo de un rayo de luz. Me deslicé hasta la boca de las alcantarillas y me asomé. Una corriente de aire viciado ascendía por aquel pozo. Permanecí allí hasta que los pasos de Claret se hicieron inaudibles y las tinieblas devoraron la luz que él llevaba. Era el momento de telefonear al inspector Florián. Distinguí las luces de una bodega que cerraba muy tarde o abría muy pronto. El establecimiento era una celda que apestaba a vino y ocupaba el semisótano de un edificio que no tendría menos de trescientos años. El bodeguero era un hombre de tinte avinagrado y ojos diminutos que lucía lo que me pareció un birrete militar. Alzó las cejas y me miró con disgusto. A su espalda, la pared estaba decorada con banderines de la división azul, postales del Valle de los Caídos y un retrato de Mussolini. 

—Largo —espetó—. No abrimos hasta las cinco. 

—Sólo quiero llamar por teléfono. Es una emergencia. 

—Vuelve a las cinco. 

—Si pudiese volver a las cinco, no sería una emergencia... Por favor. Es para llamar a la policía. 

El bodeguero me estudió cuidadosamente y por fin me señaló un teléfono en la pared. 

—Espera que te ponga línea. ¿Tienes con qué pagar, no? 

—Claro —mentí. 

El auricular estaba sucio y grasiento. Junto al teléfono había un platillo de vidrio con cajetillas de cerillas impresas con el nombre del establecimiento y un águila imperial. Bodega Valor, ponía. Aproveché que el bodeguero estaba de espaldas conectando el contador y me llené los bolsillos con las cajetillas de fósforos. Cuando el bodeguero se volvió, le sonreí con bendita inocencia. Marqué el número que Florián me había dado y escuché la señal de llamada una y otra vez, sin respuesta. Empezaba a temer que el camarada insomne del inspector hubiese caído dormido bajo los boletines de la BBC cuando alguien levantó el aparato al otro lado de la línea. 

—Buenas noches, disculpe que le moleste a estas horas —dije—. Necesito hablar urgentemente con el inspector Florián. Es una emergencia. Él me dio este número por si... 

—¿Quién le llama?

—Manuel Galloso. 

—¿Manuel qué? 

Tuve que deletrear mi apellido pacientemente. 

—Un momento. No sé si Florián está en su casa. No veo luz. ¿Puede esperar?

 Miré al dueño del bar, que secaba vasos a ritmo marcial bajo la gallarda mirada del Duce. 

—Sí —dije osadamente. 

La espera se hizo interminable. El bodeguero no dejaba de mirarme como si fuese un criminal fugado. Probé a sonreírle. No se inmutó. 

—¿Me podría servir un café con leché? —pregunté—. Estoy helado. 

—No hasta la cinco. 

—¿Me puede decir qué hora es, por favor? —indagué. 

—Aún falta para las cinco —replicó—. ¿Seguro que has llamado a la policía? 

—A la benemérita, para ser exactos —improvisé.

 Al fin, oí la voz de Florián. Sonaba despierto y alerta. 

~ Malú ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora