Capitulo 5

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Un aroma fantasmal a perfume y a madera vieja flotaba en las sombras. El piso, de tierra fresca, rezumaba humedad. Espirales de vapor danzaban hacia la cúpula de cristal. La condensación resultante sangraba gotas invisibles en la oscuridad. Un extraño sonido palpitaba más allá de mi campo de visión. Un murmullo metálico, como el de una persiana agitándose.

Malú seguía avanzando lentamente. La temperatura era cálida, húmeda. Noté que la ropa se me pegaba a la piel y una película de sudor me afloraba en la frente. Me giré hacia Malú y comprobé, a media luz, que a ella le estaba sucediendo otro tanto. Aquel murmullo sobrenatural continuaba agitándose en la sombra. Parecía provenir de todas partes.

—¿Qué es eso? —susurró Malú, con una punzada de temor en la voz.

Me encogí de hombros. Seguimos internándonos en el invernadero. Nos detuvimos en un punto donde convergían unas agujas de luz que se filtraban desde la techumbre. Malú iba a decir algo cuando escuchamos de nuevo aquel siniestro traqueteo. Cercano. A menos de dos metros. Directamente sobre nuestras cabezas. Intercambiamos una mirada muda y, lentamente, alzamos la vista hacia la zona anclada en la sombra en el techo del invernadero. Sentí la mano de Malú cerrarse sobre la mía con fuerza. Temblaba. Temblábamos.

Estábamos rodeados. Varias siluetas angulosas pendían del vacío. Distinguí una docena, quizá más. Piernas, brazos, manos y ojos brillando en las tinieblas. Una jauría de cuerpos inertes se balanceaba sobre nosotros como títeres infernales. Al rozar unos con otros producían aquel susurro metálico. Dimos un paso atrás y, antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, el tobillo de Malú quedó atrapado en una palanca unida a un sistema de poleas.

La palanca cedió. En una décima de segundo aquel ejército de figuras congeladas se precipitó al vacío. Me lancé para cubrir a Malú y ambos caímos de bruces. Escuché el eco de una sacudida violenta y el rugido de la vieja estructura de cristal vibrando. Temí que las láminas de vidrio se quebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes nos ensartase en el suelo. En aquel momento sentí un contacto frío sobre la nuca. Dedos.

Abrí los ojos. Un rostro me sonreía. Ojos brillantes y amarillos brillaban, sin vida. Ojos de cristal en un rostro cincelado sobre madera lacada. Y en aquel instante escuché a Malú ahogar un grito a mi lado.

—Son muñecos —dije, casi sin aliento.

Nos incorporamos para comprobar la verdadera naturaleza de aquellos seres. Títeres. Figuras de madera, metal y cerámica. Estaban suspendidas por mil cables de una tramoya. La palanca que había accionado Malú sin querer había liberado el mecanismo de poleas que las sostenía. Las figuras se habían detenido a tres palmos del suelo. Se movían en un macabro ballet de ahorcados.

—¿Qué demonios...? —exclamó Malú.

Observé aquel grupo de muñecos. Reconocí una figura ataviada de mago, un policía, una bailarina, una gran dama vestida de granate, un forzudo de feria...

Todos estaban construidos a escala real y vestían lujosas galas de baile de disfraces que el tiempo había convertido en harapos. Pero había algo en ellos que los unía, que les confería una extraña cualidad que delataba su origen común.

—Están inacabadas —descubrí.

Malú comprendió en el acto a qué me refería. Cada uno de aquellos seres carecía de algo. El policía no tenía brazos. La bailarina no tenía ojos, tan sólo dos cuencas vacías. El mago no tenía boca, ni manos... Contemplamos las figuras balanceándose en la luz espectral. Malú se aproximó a la bailarina y la observó cuidadosamente. Me indicó una pequeña marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo de muñeca. La mariposa negra, de nuevo. Malú alargó la mano hasta aquella marca. Sus dedos rozaron el cabello y Malú retiró la mano bruscamente. Observé su gesto de repugnancia.

—El pelo... es de verdad —dijo.

—Imposible.

Procedimos a examinar cada una de las siniestras marionetas y encontramos la misma marca en todas ellas. Accioné otra vez la palanca y el sistema de poleas alzó de nuevo los cuerpos. Viéndolos ascender así, inertes, pensé que eran almas mecánicas que acudían a unirse con su creador.

—Ahí parece que hay algo —dijo Malú a mi espalda.

Me volví y la vi señalando hacia un rincón del invernadero, donde se distinguía un viejo escritorio. Una fina capa de polvo cubría su superficie. Una araña correteaba dejando un rastro de diminutas huellas. Me arrodillé y soplé la película de polvo. Una nube gris se elevó en el aire. Sobre el escritorio yacía un tomo encuadernado en piel, abierto por la mitad. Con una caligrafía pulcra, podía leerse al pie de una vieja fotografía de color sepia pegada al papel: « Arles, 1903» . La imagen mostraba a dos niñas siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala, las dos hermanas ofrecían para la cámara la sonrisa más triste del mundo.

Malú volvió las páginas. El cuaderno era un álbum de antiguas fotografías, normal y corriente. Pero las imágenes que contenía no tenían nada de normal y nada de corriente. La imagen de las niñas siamesas había sido un presagio. Los dedos de Malú giraron hoja tras hoja para contemplar, con una mezcla de fascinación y repulsión, aquellas fotografías. Eché un vistazo y sentí un extraño hormigueo en la espina dorsal.

—Fenómenos de la naturaleza... —murmuró Malú—. Seres con malformaciones, que antes se desterraban a los circos...

El poder turbador de aquellas imágenes me golpeó con un latigazo. El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro monstruoso. Almas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente deformados. Durante minutos pasamos las páginas de aquel álbum en silencio. Una a una, las fotografías nos mostraban, siento decirlo, criaturas de pesadilla. Las abominaciones físicas, sin embargo, no conseguían velar las miradas de desolación, de horror y soledad que ardían en aquellos rostros.

—Dios mío... —susurró Malú.

Las fotografías estaban fechadas, citando el año y la procedencia de la fotografía: Buenos Aires, 1893. Bombay, 1911. Turín, 1930. Praga, 1933... Me resultaba difícil adivinar quién, y por qué, habría recopilado semejante colección. Un catálogo del infierno. Finalmente Malú apartó la mirada del libro y se alejó hacia las sombras. Traté de hacer lo mismo, pero me sentía incapaz de desprenderme del dolor y el horror que respiraban aquellas imágenes. Podría vivir mil años y seguiría recordando la mirada de cada una de aquellas criaturas.

Cerré el libro y me volví hacia Malú. La escuché suspirar en la penumbra y me sentí insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquellas fotografías la había turbado profundamente.

—¿Estás bien...? —pregunté.

Malú asintió en silencio, con los ojos casi cerrados. Súbitamente, algo resonó en el recinto. Exploré el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico. Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegaba desde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos solos. Había alguien más allí. Observándonos. Malú contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tomé de la mano y la guié hacia la salida.

~ Malú ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora