Capitulo 11

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El relato de Benjamín Sentís me persiguió durante toda la semana como una sombra furtiva. Cuantas más vueltas le daba, más tenía la impresión de que faltaban piezas en su historia. Cuáles, era ya otra cuestión. Estos pensamientos me carcomían de sol a sol mientras esperaba con impaciencia el regreso de Jose y Malú.

Por las tardes, al acabar las clases, acudía a su casa para comprobar que todo estuviese en orden. Chanelo me esperaba siempre al pie de la puerta principal, a veces con el botín de alguna cacería entre las garras. Escanciaba leche en su plato y charlábamos; es decir, él se bebía la leche y y o monologaba. Más de una vez tuve la tentación de aprovechar la ausencia de los dueños para explorar la residencia, pero me resistí a hacerlo. El eco de su presencia se sentía en cada rincón. Me acostumbré a esperar el anochecer en el caserón vacío, al calor de su compañía invisible. Me sentaba en el salón de los cuadros y contemplaba durante horas los retratos que Jose Gomez había pintado de su esposa quince años atrás.

Veía en ellos a una Malú adulta, a la mujer en la que ya se estaba convirtiendo. Me preguntaba si algún día yo sería capaz de crear algo de semejante valor. De algún valor.

El domingo me planté como un clavo en la estación de Francia. Faltaban todavía dos horas para que llegase el expreso de Madrid. Las ocupé recorriendo la edificación. Bajo su bóveda, trenes y extraños se reunían como peregrinos.Siempre había pensado que las viejas estaciones de ferrocarril eran uno de los pocos lugares mágicos que quedaban en el mundo. En ellas se mezclaban los fantasmas de recuerdos y despedidas con el inicio de cientos de viajes a destinos lejanos, sin retorno. « Si algún día me pierdo, que me busquen en una estación de tren» , pensé.

El silbido del expreso de Madrid me rescató de mis bucólicas meditaciones. El tren irrumpía en la estación a pleno galope. Enfiló hacia su vía y el gemido de los frenos inundó el espacio. Lentamente, con la parsimonia propia del tonelaje, el tren se detuvo. Los primeros pasajeros comenzaron a descender, siluetas sin nombre. Recorrí con la mirada el andén mientras el corazón me latía a toda prisa. Docenas de rostros desconocidos desfilaron frente a mí. De repente vacilé, por si me había equivocado de día, de tren, de estación, de ciudad o de planeta. Y entonces escuché una voz a mis espaldas, inconfundible.

—Pero esto sí que es una sorpresa, amigo Manuel. Se le ha echado de menos.

—Lo mismo digo —respondí, estrechando la mano del anciano pintor.

Malú descendía del vagón. Llevaba el mismo vestido blanco que el día de su partida. Me sonrió en silencio, la mirada brillante.

—¿Y qué tal estaba Madrid? —improvisé, tomando el maletín de Jose.

—Precioso. Y siete veces más grande que la última vez que estuve allí —dijo Jose—. Si no para de crecer, uno de estos días esa ciudad va a derramarse por los bordes de la meseta.

Advertí en el tono de Jose un buen humor y una energía especiales. Confié en que aquello fuese signo de que las noticias del doctor de La Paz eran esperanzadoras. De camino a la salida, mientras Jose se entregaba dicharachero a una conversación con un atónito mozo sobre cuánto habían adelantado las ciencias ferroviarias, tuve oportunidad de quedarme a solas con Malú. Ella me apretó la mano con fuerza.

—¿Cómo ha ido todo? —murmuré—. A Jose se le ve animado.

—Bien. Muy bien. Gracias por venir a recibirnos.

—Gracias a ti por volver —dije—. Barcelona se veía muy vacía estos días... Tengo un montón de cosas que contarte.

Paramos un taxi frente a la estación, un viejo Dodge que hacía más ruido que el expreso de Madrid. Mientras ascendíamos por las Ramblas, Jose contemplaba las gentes, los mercados y los quioscos de flores y sonreía, complacido.

~ Malú ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora