Capitulo 16

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—En 1945 yo era inspector de la brigada judicial de Barcelona —empezó Florián —. Estaba pensando en pedir el traslado a Madrid cuando fui asignado al caso de la Velo-Granell. La brigada llevaba cerca de tres años investigando a Mijail Kolvenik, un extranjero con pocas simpatías entre el régimen..., pero no habían sido capaces de probar nada. Mi predecesor en el cargo había renunciado. La Velo-Granell estaba rodeada por un muro de abogados y un laberinto de sociedades financieras donde todo se perdía en una nube. Mis superiores me lo vendieron como una oportunidad única para labrarme una carrera. Casos como aquéllos te colocaban en un despacho en el ministerio con chófer y horario de marqués, me dijeron. La ambición tiene nombre de botarate... 

Florián hizo una pausa, saboreando sus palabras y sonriendo con sarcasmo para sí mismo. Mordisqueaba aquel puro como si fuese una rama de regaliz. 

—Cuando estudié el dossier del caso —continuó—, comprobé que lo que había empezado como una investigación rutinaria de irregularidades financieras y posible fraude acabó por transformarse en un asunto que nadie sabía bien a qué brigada adjudicar. Extorsión. Robo. Intento de homicidio... Y había más cosas... Haceos cargo de que mi experiencia hasta la fecha radicaba en la malversación de fondos, evasión fiscal, fraude y prevaricación... No es que siempre se castigasen esas irregularidades, eran otros tiempos, pero lo sabíamos todo. Florián se sumergió en una nube azul de su propio humo, turbado. 

—¿Por qué aceptó el caso, entonces? —preguntó Malú. 

—Por arrogancia. Por ambición y por codicia —respondió Florián, dedicándose a sí mismo el tono que, imaginé, guardaba para los peores criminales. 

—Quizá también para averiguar la verdad —aventuré—. Para hacer justicia... 

Florián me sonrió tristemente. Se podían leer treinta años de remordimientos en aquella mirada. 

—A finales de 1945 la Velo-Granell estaba ya técnicamente en la bancarrota —continuó Florián—. Los tres principales bancos de Barcelona habían cancelado sus líneas de crédito y las acciones de la compañía habían sido retiradas de la cotización pública. Al desaparecer la base financiera, la muralla legal y el entramado de sociedades fantasmas se desplomó como un castillo de naipes. Los días de gloria se habían esfumado. El Gran Teatro Real, que había estado cerrado desde la tragedia que desfiguró a Eva Irinova en el día de su boda, se había transformado en una ruina. La fábrica y los talleres fueron clausurados. Las propiedades de la empresa, incautadas. Los rumores se extendían como gangrena. Kolvenik, sin perder la sangre fría, decidió organizar un cóctel de lujo en la Lonja de Barcelona para ofrecer una sensación de calma y normalidad. Su socio, Sentís, estaba al borde del pánico. No había fondos ni para pagar una décima parte de la comida que se había encargado para el evento. Se enviaron invitaciones a todos los grandes accionistas, las grandes familias de Barcelona... La noche del acto llovía a cántaros. La Lonja estaba ataviada como un palacio de ensueño. Pasadas las nueve de la noche, los miembros de la servidumbre de las principales fortunas de la ciudad, muchas de las cuales se debían a Kolvenik, presentaron notas de disculpa. Cuando yo llegué, pasada la medianoche, encontré a Kolvenik, solo en la sala, luciendo su frac impecable y fumando un cigarrillo de los que se hacía importar de Viena. Me saludó y me ofreció una copa de champagne. «Coma algo, inspector, es una pena que se desperdicie todo esto», me dijo. Nunca habíamos estado cara a cara. Charlamos durante una hora. Me habló de libros que había leído de adolescente, de viajes que nunca había llegado a hacer... Kolvenik era un hombre carismático. La inteligencia le ardía en los ojos. Por mucho que lo intenté, no pude evitar que me cayese bien. Es más, sentí pena por él, aunque se suponía que yo era el cazador y él, la presa. Observé que cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil labrado. «Creo que nadie ha perdido tantos amigos en un día», le dije. Sonrió y rechazó tranquilamente la idea. «Se equivoca, inspector. En ocasiones como ésta, uno nunca invita a los amigos.» Me preguntó muy cortésmente si tenía planeado persistir en su persecución. Le dije que no pararía hasta llevarle a los tribunales. Recuerdo que me preguntó: «¿Qué podría hacer yo para disuadirle de tal propósito, amigo Florián?». «Matarme», repliqué. «Todo a su tiempo, inspector», me dijo, sonriendo. Con estas palabras se alejó, cojeando. No le volví a ver..., pero sigo vivo. Kolvenik no cumplió su última amenaza. Florián se detuvo y bebió un sorbo de agua, saboreándola como si fuese el último vaso del mundo. 

~ Malú ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora