Saúl y Luis caminan a cuatro patas por los estrechos conductos del alcantarillado lo más rápido que les permite la postura. El jefe de seguridad de la Mafia va el primero y el periodista, detrás. Han transcurrido unos minutos interminables avanzando sin espacio para poder erguirse. Sus pupilas se han adaptado a la oscuridad pero no está seguro de que eso sea una ventaja. Descubre que se ha rajado el pantalón a la altura de la rodilla, seguramente se lo hizo al caer de la terraza, porque la mugre y el agua residual le empapa la tela vaquera y la herida abierta. Había preferido no pensar en la suciedad del agua hasta ese momento y ver los sedimentos amorfos acumulados en los rincones y a las ratas corriendo a su lado le añaden un grado más de repugnancia y miedo.
Saúl parece tener un gran sentido de la orientación, o tal vez ha recorrido esos túneles más veces, y ordena "a la derecha" o "a la izquierda" cada vez que se cruzaban con otro conducto.
–¿Adónde vamos?
–Tengo una ambulancia aparcada en el Clínico.
La empresa de ambulancias Santa Marta es la tapadera del entramado de distribución de la Organización, que utiliza estos vehículos para transportar mercancías. Pero también les resulta útil que sea un vehículo de emergencias para moverse rápido por la ciudad en momentos de peligro.
De casa de Roberto al hospital Clínico se tarda un cuarto de hora caminando. Pero a gatas por los angostos túneles es un suplicio que puede eternizarse, más aún con las piernas amoratadas y doloridas de la caída desde una segunda planta. La idea de Saúl se le antojó disparatada.
–Yo no voy a poder llegar tan lejos avanzando a gatas.
–Pues hay que hacerlo si quieres salir vivo de ésta.
–Vete a por el vehículo y recógeme aquí -propone Luis.
–¿Cuánto crees que tardarán en buscar en el alcantarillado? Cuando llegara, si es que no tienen acordonada la zona y consiga volver, ya te habrían encontrado.
Luis recuerda lo rápido que acordonaron el centro de salud y cómo fue imposible comunicarse con nadie de allí. Su acompañante, quien quiera que sea en realidad, tiene razón. Traga saliva, respira profundamente. Siente que sus manos aplastan algo blando, mojado y frío. Intenta apartar la imagen de los excrementos y la basura a su alrededor y prefiere no saber qué está aplastando con las palmas de sus manos y con sus rodillas sangrantes a cada paso.
–Venga, continuemos -ordena Saúl.
Una lágrima que no llega a verse en la oscuridad se le escapa a Luis antes de continuar la marcha.
A veces, Saúl se detiene al escuchar un coche patrulla o el sonido de los agentes buscándoles que se cuela por las rejillas del alcantarillado. Cuando sienten que se alejan, vuelve a ordenar:
–Venga, continuemos.
Tras quince minutos arrastrándose por esas aguas portadoras de restos que Luis no quiere imaginar pero no consigue apartar de sus pensamientos, una bocanada de aire fresco entra por un punto de luz. Una rejilla que da a la calle. El aire limpio del exterior, como si le recordara que necesitaba el oxígeno que apenas se respira allí dentro, le provoca una náusea que no puede controlar. Vomita sobre sus propias manos que siguen apoyadas en el suelo. La repugnancia del líquido tibio arrojado entre sus dedos le provoca más arcadas. No puede resistirlo más y se acerca a la rejilla que está medio metro más arriba. Asoma la nariz entre los barrotes y cierra los ojos sintiendo el aire ensanchar sus pulmones. El oxígeno limpia sus pulmones y durante un instante el infierno que está viviendo tiene sus brasas menos incandescentes. Entonces abre los párpados de nuevo y descubre que se encuentra a unos centímetros de la bota de un militar. La rejilla por la que se ha asomado está junto a la cinta de balizamiento que delimita la zona en la que les buscan y custodiándola está el hombre uniformado con un traje kaki que porta una ametralladora. Se ha quitado la mascarilla para fumarse un cigarrillo y lo sostiene con el pulgar y el índice, ocultándolo un poco con la palma de la mano.
Luis comenza a apartarse de la rejilla cuando una segunda voz del exterior le deja paralizado por el miedo.
–¡Soldado, Tire ese cigarrillo o le arresto durante un mes!
El militar arroja la colilla por la rejilla cayéndole a Luis en la cara que involuntariamente abre la boca para gritar. Una mano ahoga el grito y le arrastra hacia la zona oscura del alcantarillado. Se mantienen expectantes unos instantes hasta asegurarse de que nadie les ha detectado. Luis aprieta los dientes por el dolor de la quemadura que el cigarrillo le ha provocado en la mejilla. Saúl retira despacio la mano hasta estar seguro de que su acompañante no va a gritar.
–Tranquilízate, ya hemos cruzado el cerco de seguridad.
–Pero ha venido el ejército también -susurra Luis -. Ahora hay más gente buscándonos y yo no resisto más aquí dentro.
–Ya no vamos a encontrarnos tantos agentes. Cada cinco minutos pararemos en una rejilla y tomaremos aire un instante, ¿de acuerdo?
–No sé...
–Venga, continuemos entonces, que estamos cerca del hospital -responde Saúl sin dar tiempo de réplica a las dudas de Luis.
El camino por los conductos del alcantarillado se prolonga durante otros veinte minutos Luis tiene que aguantar una náusea continua y varias arcadas. Se ven obligados a parar en varias ocasiones para descansar del hedor que parece corroerles los pulmones. Hasta que Saúl anuncia:
–Casi hemos llegado. A partir de ahora hay que buscar una rejilla o una tapa de alcantarilla en alguna calle de poco tránsito para volver a la superficie.
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Todo está bajo control
Science FictionLuis Vallés, trabaja en la sección de Local de un periódico madrileño. Acude a un centro de salud de Leganés para cubrir incidente de poca relevancia con unos usuarios pero al llegar, el ejército impide la entrada y la salida a cualquier persona no...