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Soy el autor de la novela Todo está bajo control y pretendo escribir el epílogo que nunca pude añadir por seguridad. Los nombres de la mayoría de los personajes que aparecen en la historia son los auténticos. Lorena Santiago falleció de leucemia el 14 de enero de 2049 esperando un tratamiento, entre lágrimas, respirando como único tratamiento para paliar el dolor. Lorenzo Santiago murió el 28 de junio de ese mismo año por el fuego de soldados que creían estar evitando un brote de ébola en España. La Ministra de Seguridad, Piedad Carente, abandonó la política por un cáncer de mama cuya operación urgente y posterior tratamiento pudo costearse sin problemas.
Otros nombres, como el de la aldea en la que me he refugiado tras todo lo narrado en la novela, han sido obviados deliberadamente para evitar que el Gobierno nos encuentre. Es una de las medidas de seguridad que hay que respetar por el bien de la Comunidad: no hablar de este sitio con nadie que no sea de la aldea.
Y es que, desde que llegué a la aldea, me han considerado un vecino más, sin recelo ni desconfianza. Me despierto con las primeras luces del amanecer y me levanto a cerrar las ventanas de madera de mi cuarto. Desde allí veo el valle verde y brillante por el rocío. Nada que ver con el muro de ladrillo blanco del edificio de enfrente que eran todas las vistas que tenía el cuchitril donde dormía en esa especie de vida que sufría sin saber que lo hacía. Me enseñaron que esa vida era lo normal y había aprendido a confundir vida con sufrimiento.
Antes de cerrar la ventana me gusta aspirar el aire fresco de la mañana. Una paleta variada de aromas flota en el ambiente para disfrute de quien le quiera dedicar unos minutos a identificarlos uno a uno. Estoy recuperando el olfato y lo entreno a diario para distinguir sus colores después de haber respirado sólo el gris urbano durante treinta años.
Durante las primeras semanas quedaba algo en mi interior que me oprimía y no me dejaba sentirme merecedor de estar en este paraíso olvidado. "¿Hice todo lo que pude o podía haber hecho algo más por su memoria?, me preguntaba. La fotografía de Lorena que no había dejado de llevar en mi bolsillo desde que la recogí ante el centro de salud me lo recordaba. Aquel papel era lo único que se había salvado de la masacre que iba a quedar impune. No se apartaba de mi conciencia el final de la vida de una niña que se había ido apagando porque el sistema sanitario que se supone que existía para atenderla no tenía recursos suficientes. Lorenzo y Lorena se habían chocado contra un sistema podrido que había conseguido acabar con ellos.
Desde que la ambulancia se desvió de la carretera de Atienza en un desvío marcado con una señal llena de herrumbre a un camino con restos de un antiguo asfaltado en la que rezaba "Bujalcayo" y Saúl apagó el teléfono móvil que llevaba en la ambulancia (es una medida de seguridad para evitar que rastreen el GPS), la pregunta "cómo contaré la historia" comenzó a rondar por mi cerebro. La ilusión de escribir un reportaje que me sacara de la sección de Local de mi diario ya había perdido su sentido. Era un hombre buscado por la policía y el ejército, no querrían saber nada de mí ni de mi historia en el periódico y, aunque quisieran publicarla, la censura lo impediría. Mi historia moriría conmigo y las dos víctimas que vivían en mí, me atormentarían toda la vida por no haber hecho lo suficiente por ellos. En ese momento estaba resignado a convivir exiliado con mis fantasmas.
La primera sorpresa que me llevé fue la aldea, Bujalcayo. Se descubrió ante mí tras una curva en la pista forestal que llevaba hasta allí. Era una localidad de medio centenar de casas que se extendían escalonadamente a lo largo de la ladera de la sierra a la que debía su nombre el pueblo. En otro tiempo había ocupado únicamente la ladera sur, pero cuando hace una década volvieron a repoblarla utilizaron una mayor extensión. Reconstruyeron los edificios en que las vigas de madera no se habían podrido y servían como base. También reutilizaron las piedras de las casas en ruinas para la construcción de otras nuevas. Reconstruyeron la vieja iglesia románica para utilizarlas en las asambleas de vecinos y cualquier tipo de reunión o festejo. Volvieron a plantar cereales, legumbres y patatas en las viejas tierras de cultivo abandonadas desde hacía un siglo. Iniciaron la cría de pollos y ovejas. Canalizaron el agua y obtenían la electricidad de placas solares. Eran casi autosuficientes. Lo poco que no podían producir en el pueblo lo compraban con lo que se obtenía en la venta de productos frescos de contrabando en la ciudad. Esa era la parte de la red que yo conocía. La venta en el mercado negro, la distribución de la que formaba parte Lorenzo y la seguridad de sus miembros de la que se encargaba Saúl.
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Todo está bajo control
Science FictionLuis Vallés, trabaja en la sección de Local de un periódico madrileño. Acude a un centro de salud de Leganés para cubrir incidente de poca relevancia con unos usuarios pero al llegar, el ejército impide la entrada y la salida a cualquier persona no...