II. Mía

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Especialmente para mí, que aunque pude, no lo hice. Y aun no sé si reír o llorar.

Recorría con un labial rosa su linda curva.

Delineaba de color noche sus estrellas. Espolvoreaba dedicada sus redondas y regordetas mejillas, y al terminar, un color carmín acentuó su rostro.

Para finalizar dicho procedimiento que le llevó tanto tiempo, y buena parte del contenido del bolsillo izquierdo, tomó sus tacones de aguja, y sus pasos resonaron fuertemente por toda la habitación. Salió emocionada y apretó sus puños, atrapando entre sus dedos el aire que despeinaba su cabello. Fresca sonrisa adornó el lienzo de perfección encarnada. Iba enterneciendo demonios, tentando santos, arrasaba a cada taconazo fuerte y sonoro.

Cerca había un acantilado alto y tenebroso, desgarrador de valientes, al cual se acercó.

Un taconazo. Otro taconazo.

Luego miró al cielo y cerró los ojos, y se dejó caer.

Una aguja voló, y la otra se rompió en el camino. El moño de su cabello había volado lejos, cual mariposa expandiendo sus alas, con la notoria diferencia de un color fúnebre perteneciente al pedazo de tela. No te mentiré: era negro. Se dejó llevar entre el ritmo del vértigo y el compás de sus respiraciones aceleradas. Pero no tardó en balancearse entre la inexistencia, y revolcarse en el alivio. Finalmente, su cuerpo llegó al suelo, y atravesó la tierra para llegar al mundo del temido fuego. Y se estrelló su corazón -aunque ya se había estrellado antes- y los pedazos se esparcieron por la lava de un volcán de furioso castigo –aunque ella ya se había castigado varias veces-.

Se sintió poderosa. Había desafiado a los dioses. Había decidido conservar su vida como una memoria privada.

Egoístamente, empacó su cuerpo y transportó el sentimiento. Se mojó de lluvia y mezcló esa agua con su sangre, y se abrazó por última vez, pensando que al final, por lo menos se pertenecía a sí misma.

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