021 | Adictos

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KANSAS

Me gusta pensar en los días de la semana como partes de un platillo. Siempre dividimos la comida —en especial los postres—, en dos secciones: lo menos apetitoso y lo más rico. Entonces, comemos primero aquello que no es tan suculento y nos guardamos la parte más deliciosa para el final, independientemente de si viene alguien y se come lo que te corresponde. Eso me pasa muy seguido.

En fin, los lunes no son la parte más sabrosa del platillo.

Tras pasar alrededor de diez minutos buscando un lugar para estacionar, me adentro en la cafetería para dirigirme a mi mesa usual. Harriet resalta la Constitución de Estados Unidos con sus decenas de colores. Esa chica marca desde los químicos que se nombran en las botellas de acondicionador hasta los avisos fúnebres del diario, me sorprende que sus marcadores nunca se gasten.

—Buen día —saludo sentándome frente a ella.

—No son buenos días, definitivamente —replica subrayando con demasiada fuerza un párrafo entero. Me sorprende que el papel resista tanto.

—Ignórala —dice Jamie dejándose caer en el asiento a su lado—. Está de mal humor por lo de ayer —explica deslizando mi café con leche a través de la mesa.

—Me picaron más especies de mosquitos de las que puedo contar —salta la rubia rascándose el antebrazo con vigor—, tengo ampollas en los pies, picaduras por cada extremidad de mi cuerpo, un gran dolor de cabeza por la insolación y un trauma generalizado por las imágenes de ayer.

—Yo la pasé genial —espeta Jamie—, en especial con toda la cosa del ritual de iniciación —agrega con diversión en su voz.

Harriet automáticamente se sonroja y la incertidumbre me golpea con fuerza.

Sin mi teléfono celular, quedé completamente desconectada de mis compañeras de espionaje, por lo que no tengo ni la menor idea de qué ocurrió ayer. Mi computadora tiene más virus que años y no hay teléfono fijo en casa dado que Bill se deshizo de él en cuanto descubrió el mundo de la tecnología.

—Fue horrible —habla Harriet al mismo tiempo en que Jamie dice «Fue estupendo» en silencio—. Sabía que los hombres eran primitivos, pero no tanto —sigue la rubia con la bombilla de su licuado entre los dientes—. Ellos llegaron a una cascada y comenzaron a desnudarse, Kansas.

—¿Mi padre también? —es inevitable preguntar.

—¡Sí! —responde Jamie con emoción—. Pero tranquila, a diferencia de los Jaguars, él usaba una tanga masculina.

—Se llama slip de baño, no tanga —corrige Harriet.

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Es imposible borrar la imagen en este momento, intente más tarde.

—Lo que sea —sigue Jamie—. Nunca vi tantos traseros juntos en toda mi vida, fue asombroso.

—Me es imposible creer que Beasley se haya desnudado —añado, y en verdad creo que me siento un poco celosa de lo que vieron mis amigas.

—Bueno, el equipo insistió por más de veinticinco minutos, pero lo hizo. —Eso sí suena un poco más a Malcom—. El ritual se basaba en subir hasta la cúspide de la cascada y tallar el número del jugador en una piedra —explica antes de sacar su celular y mostrarme una fotografía sacada entre los arbustos. El veintisiete está rodeado de un montón de números: siete, trece, dieciséis, veintiuno y decenas más.

—Hay más dígitos de los que puedo contar ahí.

—Es porque es una tradición de hace décadas, o eso es lo que le dijo Bill a Malcom —explica Harriet—. Tu padre y abuelo también tallaron sus números.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora