041 | Estrechar

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MALCOM

—¿Qué se supone que vamos a hacer? —inquiero de pie en el umbral de la puerta.

Observo que Kansas busca algo dentro de los cajones de su escritorio.

—Tú solo cállate y acuéstate —ordena señalando su cama con un ademán rápido.

Arqueo una ceja en su dirección, pero hago lo que dice. Me adentro en su cuarto y, por un momento, considero cerrar la puerta. Sin embargo, pienso que podría malinterpretarse así que tan solo la arrimo, dejándola alrededor de doce pulgadas abierta.

La idea de estar a solas con Kansas hace que mi cerebro comience a formular un montón de posibles situaciones, pero sé que ninguna de las más inapropiadas se dará. Primero, porque no soy esa clase de chico; y segundo, porque intento apegarme a las reglas de Bill de tal forma en que me pongo un límite. Aún lo respeto a él y a su hogar, y claro está que no quiero faltarle el respeto a Kansas tampoco.

El hombre me dio techo, comida, una oportunidad para salir de mi país y crecer en el ámbito deportivo y, a pesar de que besé a su hija una vez, soy consciente de que no habrá otro movimiento hasta aclarar las cosas con él. Bill fue claro cuando dijo que no quería que me acercara a su hija de una forma sentimental. Ni siquiera pasaron dos semanas y ya pasé por arriba todas sus advertencias.

Una semana y cinco días, ese es el tiempo que me llevó romper la regla que el coach estableció, pero vale resaltar que Kansas no facilita el acatamiento de las normas. No la conozco lo suficiente, pero sí lo necesario como para quebrantar una que otra regla por ella.

Tomo asiento en la cama y ella trae consigo un par de fotografías, se sube al colchón y cruza las piernas como lo harían los indios, una forma también conocida como la posición de loto en yoga. Mientras estamos enfrentados, ella desparrama las fotos sobre el edredón y señala una en la que aparece una niña sobre los hombros de una mujer, la cría está intentando poner el adorno de una estrella en la cima de un árbol navideño.

—Navidad del 2004 —apunta con los ojos fijos en la vieja fotografía—. Mi madre amaba la Navidad, pero yo no lo hacía. Mi padre me prometió unas cuantas galletas extras si accedía a ponerle la estúpida estrella al árbol. —Una leve sonrisa cargada de nostalgia se encarga de curvar sus labios—. A mi madre le gustaban los fuegos artificiales, a mí no; ella amaba comer pavo y yo lo detestaba; ella era muy fanática de todo lo que tenía que ver con Santa mientras que a mí ese hombre con barba y traje rojo que se deslizaba por la chimenea, irrumpía en tu hogar y se comía tu comida me daba miedo e ira. Yo sostenía que era el ladrón de la Navidad por la forma en que supuestamente entraba a las casas. —Pasa a otra fotografía en la que se ve a una niña con pocos dientes sonreír hacia la cámara vestida como un alienígena—. Esta la tomaron en Halloween del 2007. Mi madre detestaba el día de brujas porque decía que perturbaba la mente de los niños y también les daba caries. A mí me fascinaba lo tétrico y fantasioso que podría llegar a ser —explica pasando a otra fotografía que parece ser un poco más actual—. Esta fue la última foto que nos tomamos. —Sus ojos destellan con sentimientos reprimidos mientras observa la imagen en que una mujer de suaves rasgos le arregla el cabello—. Era el día de mi graduación y le estaba enseñando lo que era una selfie, pero ella estaba demasiado preocupada por mi peinado, maquillaje y toda esa porquería, así que ni siquiera se percató de que tomé la foto —señala pasando las yemas de sus dedos a través de la imagen.

—Kansas... —llamo y alcanzo su mano para apartar la fotografía con suavidad—. ¿A dónde quieres llegar con todo esto?

Ella parpadea varias veces hacia la imagen antes de levantar la vista. Su pecho sube mientras toma una bocanada de aire para luego expulsarla en una exhalación lenta, es un suspiro que dice más que cualquier oración.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora