026 | Sinfonía

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MALCOM

Ella comienza a tocar.

A pesar de la angustia que decora sus ojos, del temblor en sus manos en cuanto roza las teclas del piano por primera vez y de la forma en que su pecho sube y baja agitado, Kansas toca.

La música llena el espacio vacío, desplaza el silencio y trae consigo un sinfín de sentimientos que se desatan como una tormenta a nuestro alrededor. Su cabello, desordenado y suelto, cae por sus hombros y enmarca su rostro. Sus ojos están fijos en sus manos, y sus manos juegan con las teclas. Ella lo hace parecer tan fácil, y el hecho de que no tocara hace tanto tiempo no le ha quitado ni un toque de gracia, no parece que le falte práctica ni estudio.

Ella lo hace perfecto.

Es admirable la forma en la que puede crear algo tan sedante y grato de escuchar. La música siempre me pareció algo hipnotizante, pero viniendo de ella se convierte en algo que va más allá de cualquier truco de magia.

Kansas cierra los ojos, las pestañas acarician sus pómulos y se deja llevar por la melodía que su propia pasión crea. Sé que probablemente piensa en su madre, y es inevitable cuestionar qué le diré en cuanto la canción acabe.

Nunca me agradó hablar de mi familia, si es que se la puede llamar así. Sé que hay destinos mucho peores que el que me tocó, pero mentiría si dijera que nunca me imaginé viviendo con una verdadera familia, de esas de las que en verdad aman y no fingen hacerlo. Bueno, Gideon no entra en ninguno de esos grupos dado que ni me quería ni se preocupaba en pretender que lo hacía.

Él era sincero, y su honestidad era un arma de doble filo.

Aún recuerdo ese pequeño departamento perdido entre los callejones de la ciudad. Lo podía distinguir por los ladrillos agrietados y el moho que se extendía en ellos, también por el singular rechinar de las persianas y los trozos de vidrios rotos que constantemente yacían en la vereda. Siempre había gritos provenientes de los departamentos vecinos, algunas veces eran acompañados de llantos de mujeres y otras veces por exclamaciones de voces roncas. Seguido de cualquier sonido venía un golpe, una explosión de vidrio, el crujir de la madera, el eco de ollas que caían al piso o el sonar de un cuerpo que chocaba contra una pared.

No era el mejor lugar para un niño, pero era lo único que tenía, así que me aferré a ello.

No había otros niños con los que jugar, pero había mayores, y lo primero que aprendí fue que el corazón de un niño a veces es más resistente que el de un adulto, ya que los corazones más viejos son más fáciles de romper. Me percaté de que en ese edificio había demasiados corazones rotos, así que intenté repararlos.

Lo hice por un largo tiempo, pero llegó un punto en el que mi propio corazón se averió. Esa fue la última noche que vi a Gideon, y también la primera en la que fui libre.

Pasaron años. Ahora, mientras observo a Kansas tocar me pregunto qué hubiera sido de mí si el destino me hubiese deparado algo diferente. Luego recuerdo que, de ser así, no habría conocido al entrenador, ni a los Jaguars y mucho menos a ella o a Zoella.

Ella. Un ser de lo más desorganizado, un desastre andante y una chispa capaz de originar un cortocircuito. Es muy apasionada cuando se enoja, cuando se alegra y hasta cuando se entristece. Las emociones se filtran a través de sus ojos y te penetran de forma silenciosa y mortal. Mientras toca, parece sumergirse en una especie de trance, uno que se mantiene tanto en la realidad como en la fantasía.

Kansas se pierde en la música y, aunque no quiera, me arrastra consigo. Es inevitable perderse en el laberinto de notas que trazan sus dedos, y hasta que no termina de tocar, se me hace imposible encontrar la salida.

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