Diosa coronada.

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Si tuviera que describirla sería fácil. Le tenía miedo a todo, pero hacía de todo, así con miedo, nada más porque no le gustaba quedarse con las ganas. Tenía la cara de una virgen que aun nadie veneraba. Los ojos parecían decir de todo, estresaba que te viera sin decir una palabra cuando ese iris te daba a entender que el universo acababa de cruzar su mente, sus miradas estresaban, ya fueran de amor o de odio, estresaban. Tenía la cara blanca, blanca, pero se ruborizaba siempre; la hacía parecer inocente pero ¡oh Dios! Esa es una equivocación. Su cabello siempre fue largo, y si Dios existe, su aura debe ser menos dorada que sus cabellos. El cuerpo era de un accidente galáxico, pues las piernas no tenían inicio y no tenían fin, estaba toda hecha de azúcar mascabada y oro en polvo; y en el ombligo, ahí se encontraba el punto de reunión de la divinidad. Ahí se confundía todo, nunca se supo si se encontraba la mismísima Santa Trinidad o el diablo encarnado, si de ahí salía todo el amor del mundo o por el contrario todo el odio del planeta. Pero lo que si se sabía es que era un ente de magia; como toda ella.

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