26. Las palabras no vuelven.

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Mi cuerpo seguía temblando cuando Angelina se había estacionado para bajar y comprarme una bebida energética. El temblor y las náuseas eran llevaderas, pero lo verdaderamente insoportable era el dolor de cabeza, tan fuerte que sentía que mi cráneo se partía en dos y me dificultaba pensar correctamente.

—Ten —me dijo Angelina sorprendiéndome al abrir la puerta del auto, mientras me tendía una botella de un litro la cual no dudé en tomar.

Mi amiga también temblaba. Después de la muerte de su hermano, tener que estar al control de cualquier medio de transporte la ponía mal, pero aquí estaba, gracias a mí estupidez.

—Gisselle... —susurró con un hilo de voz, con las manos en el centro del volante y su frente recargada en ellas. Su voz había sido suave, pero cuando se giró para mirarme, me eché instintivamente hacia atrás, lo más lejos que pudiera de su expresión amenazante.

—¡¿Cómo diablos es que...? —Se detuvo, rechinando los dientes—. ¡¿Acaso eres una...? Tú...

Tuvo que detenerse para dejar salir el aire que estaba conteniendo. Su rostro estaba rojo por el enojo, y lo que pensé que pudo haber sido nerviosismo por estar al volante, quizás era ella tratando de controlar sus ganas de estrangularme.

Tragué saliva ruidosamente, haciendo un esfuerzo por ignorar el dolor de cabeza y tratar de pensar algo que la calmara..., pero no había nada, yo también estaba furiosa conmigo misma.

—No es necesario que me grites, ¿si? —respondí, dejándome llevar por el enojo.

—¿Qué no te grite? —me gritó, incrédula—. ¿Estás consiente de que...? —Se detuvo, para pensar mejor las palabras—. Mira, entiendo que la virginidad es una noción inventada por el sistema patriarcal, pero tú ni si quiera...

Volvió a esconder su rostro y cerró los ojos, esforzándose por no soltar una sarta de maldiciones hacia mí. De pronto, las ganas de llorar habían regresado, más potentes que nunca.

—¡Perdón!, ¿si? —grité con lo último de voz estable que me quedaba antes de echarme a llorar.

Cubrí mi rostro con mis manos y dejé que todas las lágrimas y mocos escurrieran por mi cara. Lloré por todo el enojo, la vergüenza, el vacío y la tristeza que se habían acumulado dentro de mí desde que había despertado. Angelina pareció entenderme, porque no dijo nada más y se limitó a acariciar mi espalda dulcemente.

Lloré hasta que no me quedó nada por lo que llorar.

—Pe... perdón —dije como pude, con los suspiros atravesándose en mis palabras.

Angelina me sonrió y se estiró para darme un abrazo, dejando recargada su pequeña cabeza en el hueco entre mi cuello y mi hombro. Al principio no dijo nada, ni si quiera cuando llené su coronilla de sustancias corporales o cuando en un intento de tallarme los ojos terminé picándole uno de los suyos.

—Todo va a estar bien, ¿sabes? —me dijo, apretándome en sus bracitos—. Y si no lo está, yo voy a estar contigo.

Por un segundo, sentí que era verdad.

Angelina me dejó para tomar el volante, no sin antes darme un ligero apretón de hombro. Ahora sentí que iba a llorar por las vidas que tendría que vivir para llegar a merecer a mi amiga.

—Ne... necesito llegar a mi casa —murmuré, súbitamente recordando que la presunta pérdida de mi virginidad era sólo uno más en mi lista de problemas—. Mi padre probablemente ya se ha vuelto loco por haberme escapado.

—David no te puede ver así —respondió dándome un rápida mirada—. Puedes ir a mi casa, te duchas, descansas y después te dejo en tu casa.

Locos y enamorados (EDUI #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora