Y nada más. Día tras día acudía al trabajo: barrer, fregar, limpiar. Vaciaba de ceniza las estufas, traía el carbón y las astillas, y encendía el fuego antes de que el primero de ellos llegara a su despacho.
—¿Puedo quedarme a dormir aquí? —preguntó en una ocasión.
¡Vaya! Conque eso era: ¡Díaz enseñando la oreja! Dormir en las dependencias de la Junta suponía el acceso a sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de los camaradas que estaban en suelo mexicano. La petición fue denegada y Rivera no volvió a hablar del asunto. Dormía, pero ellos no sabían dónde, y comía, pero tampoco sabían dónde ni cómo. En una ocasión Arrellano le ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero con un movimiento de cabeza. Cuando Vera se le acercó y trató de que lo tomara dijo:
—Trabajo por la revolución.
Cuesta dinero hacer una revolución moderna, y la Junta siempre se encontraba en apuros. Sus miembros pasaban hambre y cansancio, y por largo que pareciera el día nunca era lo suficiente y, sin embargo, había veces en que parecía como si la revolución se pospusiera o fuera a fracasar por cuestión de unos pocos dólares. Una ocasión, la primera, cuando debían dos meses de alquiler de la casa y el cobrador amenazaba con echarlos, fue Felipe Rivera; el que limpiaba, con sus ropas pobres y sencillas, destrozadas y andrajosas; quien puso sesenta dólares de oro encima de la mesa de May Sethby. Hubo más veces. Trescientas cartas escritas con las máquinas de escribir en constante funcionamiento (peticiones de ayuda, de autorización de los grupos de trabajo organizados, exigencias de noticias exactas a los directores de los periódicos, protestas contra el despótico tratamiento dado a los revolucionarios por parte de los tribunales norteamericanos), estaban sin echar, esperando el franqueo. El reloj de Vera ya había desaparecido; el reloj de repetición tan pasado de moda que había pertenecido a su padre. Y lo mismo había sucedido con el anillo de oro macizo del dedo corazón de May Sethby. La situación era desesperada. Ramos y Arrellano se tiraban de sus largos bigotes con desesperación. Tenían que echar las cartas, y en Correos no vendían los sellos a crédito. Entonces Rivera se puso el sombrero y salió. Cuando volvió dejó mil sellos de dos centavos encima de la mesa de May Sethby.
—¿Se tratará del maldito dinero de Díaz? —dijo Vera a sus camaradas.
Se encogieron de hombros sin poder decir. Y Felipe Rivera, el que hacia el aseo por la causa de la revolución, siguió, siempre que se presentaba la ocasión, trayendo oro y plata para uso de la Junta.
Y aún con eso no terminaba de gustarles. No sabían cómo era. Sus costumbres no eran como las de ellos. Era reservado. Rehusaba cualquier tipo de acercamiento. La juventud así es, se decían, y no tenían el valor de preguntarle directamente.
—Un espíritu noble y solitario, tal vez, pero no sé, no sé —decía Arrellano con voz queda.
—No es humano —añadió Ramos.
—Tienen el alma seca, seca como una hoja —dijo May Sethby—. Ha perdido cualquier tipo de luz y de risa. Es como si estuviera muerto, y sin embargo está terriblemente vivo.
—Ha atravesado un auténtico infierno —intervino Vera—. Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado un infierno... y sólo es un chico.
Sin embargo, no les gustaba. Jamás hablaba, nunca hacia preguntas, ni presentaba sugerencia alguna. Podía quedarse allí de pie, escuchando, sin expresión, como un objeto sin vida, excepto por sus ojos que ardían fieramente, cuando las conversaciones sobre la revolución subían de tono y se disparaban. Sus ojos pasaban de uno a otro de los que hablaban, penetrantes como taladros de hierro incandescentes, desconcertantes y perturbadores.
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EL MEXICANO | Jack London
Mystery / ThrillerAutor: Jack London "Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado un infierno y sólo es un chico." A simple vista no causaba buena impresión a sus compañeros, sólo era un chico de no más de dieciocho años ni muy desarrollado para su edad. Habí...