IV parte 1

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Casi nadie notó cuando Rivera subió al ring. Sólo unos ligeros y dispersos aplausos a medias le recibieron. El público no creía en él. Era como un cordero llevado al matadero en los puños del gran Danny. Por otra parte, el público estaba decepcionado. Había esperado una batalla campal entre Danny Ward y Billy Carthey y debía conformarse con este pobre novato. Además, había mostrado su desacuerdo con el cambio en las apuestas: estaban dos, e incluso tres a uno a favor de Danny. Y donde va el dinero de las apuestas del público, allí está también su corazón.

El joven mexicano se sentó en su esquina y esperó. Pasaron unos lentos minutos. Danny le hacía esperar. Era un viejo truco, pero siempre funcionaba con los boxeadores jóvenes y novatos. Siempre se asustaban allí sentados encarando sus propias aprehensiones y a un público insensible que fumaba sin parar. Pero por una vez el truco no funcionó. Roberts tenía razón Rivera no conocía el miedo. Él, quien estaba más sutilmente coordinado, más templados sus nervios y firme que cualquiera de ellos, carecía de ese tipo de excitación nerviosa. La atmósfera de derrota inminente que le aguardaba en su propia esquina no tuvo ningún efecto sobre él. Sus entrenadores y los promotores eran gringos y desconocidos. También eran malezas... los elementos más sucios del boxeo, sin honor, sin causa. Y estaban convencidos, igualmente, de que la suya era la esquina perdedora.

—Ahora, debes tener mucho cuidado —le advirtió Spider Hagerty. Spider era su segundo jefe—. Aguanta todo lo que puedas... son las instrucciones de Kelly. Si no lo haces, los periódicos dirán que se trata de otro fraude, y el boxeo de Los Ángeles tendrá todavía peor fama.

Todo eso no resultaba nada alentador. Pero Rivera no hizo caso. Despreciaba las peleas por dinero. Era el detestable juego de los detestables gringos. Había empezado a boxear, sirviendo como tabla de corte para otros en sus entrenamientos, solamente porque se estaba muriendo de hambre. El hecho de que estuviera maravillosamente dotado para el boxeo no había significado nada. Lo odiaba. Nunca, hasta que se hizo miembro de la Junta, había peleado por dinero, y descubrió que era dinero fácil. No era el primer hombre que había encontrado éxito para si mismo en una vocación que despreciaba.

Él no lo analizó. Simplemente sabía que tenía que ganar esta pelea. El resultado no podía ser otro. Tras él, enardeciendo a esa fe, existían fuerzas más profundas de las que cualquiera de los que abarrotaban el local pudiera imaginar. Danny Ward peleaba para ganar dinero y disfrutar de la buena vida que el dinero puede dar. Pero las cosas por las que combatía Rivera emergían quemando en su mente...visiones ardientes y terribles que, con los ojos bien abiertos, sentado allí solo en la esquina del ring y en espera de su complicado contendiente, veía con tanta claridad como las había vivido. 

Vio las fábricas hidroeléctricas con paredes blancas de Río Blanco. Vio a los seis mil obreros, muertos de hambre y agotados, y a los pequeños niños de siete y ocho años de edad que cubrían largas jornadas de trabajo por diez centavos al día. Vio los cadáveres ambulantes, los horribles rostros de lívidos muertos de los hombres que trabajaban en los cuartos de teñido. Recordaba haber oído a su padre llamar a los cuartos de teñido los "agujeros de suicidio", donde un año significaba la muerte. Vio el pequeño patio, y a su madre cocinando y trabajando muy duro, esforzándose en las labores del hogar y encontrando tiempo para mimarlo y quererlo. Y vio a su padre, alto, de grandes bigotes, ancho de torso y de amable carácter, el hombre mas amable que amaba a todo el mundo y cuyo corazón era tan grande que había amor a rebosar y aún le quedaba de sobra para la madre y el pequeño muchacho que jugaba en la esquina del patio. En aquellos días su nombre no era Felipe Rivera. Era Fernández, los apellidos de su madre y de su padre. Le habían puesto por nombre Juan. Luego se lo había tenido que cambiar al darse cuenta de que el apellido Fernández era odiado por agentes de policía, jefes políticos y rurales.

¡El enorme, rebosante Joaquín Fernández! Ocupaba un gran sitio en las visiones de Rivera. En aquella época no lo había entendido, pero, al mirar atrás, conseguía entenderlo. Podía verlo trabajando en la pequeña imprenta, o escribiendo precipitadamente y sin cesar líneas nerviosas en el escritorio mucho más desordenado. Y podía ver aquellas extrañas noches, cuando los obreros, que acudían secretamente en la obscuridad como los hombres que han hecho algo malo, se reunían con su padre y conversaban durante largas horas con él, el muchacho, que no siempre dormía, estaba acostado en el rincón.

Como desde un lugar remoto oía a Spider Hagerty que le decía:

—No te dejes derribar nada más empezar. Sigue las instrucciones. Aguanta el castigo y te llevarás el dinero.

Ya habían transcurrido diez minutos y seguía sentado en su rincón. No había señales de Danny, que sin duda estaba explotando su truco hasta el final.

Pero más visiones ardían ante los ojos de la memoria de Rivera. La huelga, o más bien, la suspensión, porque los obreros de Río Grande habían apoyado a sus hermanos huelguistas de Puebla. El hambre, las expediciones a las colinas en busca de bayas; las raíces y hierbas que todos comieron y que les ocasionaron retortijones y dolor de estómago a todos ellos. Y luego la pesadilla; la búsqueda de desperdicios en el antes almacén de la empresa; los miles de obreros hambrientos; el general Rosalío Martínez y el ejercito de Porfirio Díaz; y los rifles que escupían la muerte que parecían no dejar de hacerlo, mientras que los males de los trabajadores eran bañados y bañados sobre su propia sangre. ¡Y esa noche! Él vio en los vagones del tren una pila con los cuerpos de los muertos, enviados a Veracruz como alimento para los tiburones de la bahía. De nuevo trepaba por los montones espeluznantes, buscando y encontrando, desnudos y mutilados, a su padre y a su madre. A su madre en especial la recordaba... Sólo le asomaba la cara, pues su cuerpo estaba cubierto bajo el peso de docenas de cadáveres. Una vez más los rifles de los soldados de Porfirio Díaz disparaban, y otra vez debía saltar al suelo y escabullirse como un coyote del monte perseguido por los cazadores.

EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora