IV parte 2

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A lo lejos escucho un gran estruendo, como del mar, y vio a Danny Ward encabezando a su séquito de entrenadores y ayudantes que avanzaban por el pasillo central. El lugar era un alboroto salvaje que animaba al héroe popular que estaba obligado a ganar. Todo el mundo lo proclamó. Todos estaban a su favor. Hasta los miembros del equipo de Rivera parecieron a punto de animarle cuando Danny atravesó ágilmente las cuerdas y entró en el ring. Su rostro era una incesante sucesión de sonrisas, y cuando Danny sonreía, sonreía con toda la cara, incluidas las arrugas de las comisuras de los ojos y en lo profundo de los ojos mismos. Nunca hubo un boxeador más simpático. Su rostro era un auténtico anuncio de buenos sentimientos, de compañerismo. Conocía a todo el mundo, bromeaba, sonreía y saludaba a sus amigos por entre las cuerdas. Aquellos que estaban al fondo, incapaces de contener su admiración, exclamaban en voz alta: "¡Oh, tú eres Danny!" Fue una ovación alegre de afecto que duro más de unos cinco minutos.

Nadie hacía caso de Rivera. Para el público era como si no existiera. La congestionada cara de Spider Hagerty se inclinó hacia la suya.

—No tengas miedo —le advirtió Spider—. Y recuerda las instrucciones. Tienes que aguantar. No dejarte derribar. Si te dejas caer tenemos órdenes de apalearte en los vestidores. ¿Entendido? Tienes que pelear.

La gente comenzó a aplaudir. Danny estaba cruzando el ring en dirección a él. Danny se inclinó, tomo la mano derecha de Rivera entre las dos suyas y se la estrechó con impulsivo afecto. La cara adornada con una sonrisa de Danny estaba cerca de la suya. El público aulló en reconocimiento de aquella exhibición de espíritu deportivo de Danny. Saludaba a su oponente con el afecto de un hermano. Los labios de Danny se movieron, y el público, interpretando las palabras que no oía como las de un deportista de amable carácter, volvió a gritar. Sólo Rivera oyó sus palabras dichas en voz baja.

—Tú pequeña rata mexicana —siseó entre dientes sonriendo alegremente—. Te voy a machacar.

Rivera no se movió. Tampoco se levantó. Se limitó a mirar con ojos de odio.

—¡Levántate, perro! —le gritó un hombre por entre las cuerdas, a su espalda.

La gente empezó a abuchearlo por su conducta antideportiva, pero Rivera siguió sentado inmóvil. Otra gran explosión de aplausos acompañó a Danny mientras regresaba a su esquina.

Cuando Danny se quitó la bata, hubo exclamaciones de ¡oh! y ¡ah! de gusto. Su cuerpo era perfecto. Era evidente su flexibilidad y salud y fuerza. La piel era tan blanca como la de una mujer, lo mismo que suave. Toda la gracia, y la resistencia, y el poder residían bajo ella. Lo había demostrado en veintenas de combates. Su fotografía estaba en todas las revistas de cultura física.

Se elevó un gemido cuando Spider Hagerty quitó la bata a Rivera sobre su cabeza. Su cuerpo parecía más delgado debido al color moreno de su piel. Era musculoso, pero sus músculos no eran tan impactantes como los de su oponente. Lo que el público no vio fue su poderoso pecho. Ni podía adivinar la tenacidad de la dureza de su carne, la instantaneidad explosiva de sus músculos, la precisión de los nervios que conectaban cada parte de su cuerpo convirtiéndolo en un espléndido mecanismo para la lucha. Todo lo que el público vio fue la piel morena de un joven de dieciocho años con lo que parecía el cuerpo de un muchacho. Danny era muy diferente. Danny era un hombre de veinticuatro años, y su cuerpo era el cuerpo de un hombre. El contraste resultó aún más sorprendente cuando estuvieron juntos en el centro del ring para recibir las últimas indicaciones del réferi.

Rivera distinguió a Roberts sentado justo detrás de los periodistas. Estaba más borracho que de costumbre, y sus palabras salieron con lentitud.

—Tómalo con calma, Rivera —Roberts, dijo arrastrando las palabras—. No te podrá matar, recuerda eso. Tratará de llevarte hacia las cuerdas, pero no te dejes acorralar. Limítate a cubrirte. Mantén la distancia y aférrate a él. No te puede hacer demasiado daño. Sólo piensa que estás practicando en el gimnasio de entrenamiento.

Rivera no dio señales de que le hubiera escuchado.

—Ese hosco pequeño demonio —murmuró Roberts al hombre que tenía a su lado—. Siempre es así.

Pero Rivera olvidó mirar con su odio habitual. Una visión de incontables rifles cegaba sus ojos. Cada rostro en la audiencia, hasta donde alcanzaba su vista, hasta las localidades de a dólar en lo alto, se habían transformado en un rifle. Y veía la extensa frontera mexicana árida y bañada de sol y de dolor, y a lo largo de ellas vio a los desgarrados grupos que retrasaban la lucha solamente porque no tenían las armas de fuego.

De vuelta a su esquina, esperó de pie. Sus segundos habían sido arrastrado más allá de las cuerdas, llevándose el banquillo con ellos. En la otra esquina, al lado opuesto del cuadrilátero, Danny aguardaba frente a él. Sonó la campana y comenzó el combate. El público aulló encantado. Nunca habían presenciado un combate tan convincente. Los periódicos tenían razón. Era una pelea entre dos que se odiaban. Danny recorrió tres cuartos de la distancia que los separaba intentando alcanzar a Rivera. Su intención era aniquilar al mexicano tal y como se lo había declarado. Atacó, no con una, ni dos, ni una docena. Era una máquina de soltar golpes, un torbellino de destrucción. Rivera no se veía por ninguna parte. Se encontraba apabullado, sepultado debajo de la avalancha de golpes directos lanzados desde todos los ángulos y cada posición por un maestro en el arte de soltarlos. Era alcanzado, aplastado contra las cuerdas, separado por el réferi y lanzado de nuevo contra las cuerdas.

EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora