IV parte 3

129 15 1
                                    

No fue una pelea, fue una masacre, una matanza. Cualquier tipo de espectadores, excepto los de un combate de boxeo, habrían agotado sus emociones en aquel primer minuto. Danny indudablemente estaba demostrando lo que era capaz de hacer... una espléndida exhibición. Era tal la certeza del público, y tanta su excitación y favoritismo, que ni siquiera pudieron notar que el mexicano se mantuvo de pie. Se habían olvidado de Rivera. Casi no lo veían, pues estaba cubierto por el devorador ataque de Danny. Pasó un minuto así, luego dos minutos. Entonces al separarse los dos boxeadores, se pudo ver claramente al mexicano. Tenía el labio partido, sangraba por la nariz. Cuando se dio la vuelta y se tambaleó en un cuerpo a cuerpo, las marcas de sangre coaguladas, de sus contactos con las cuerdas, aparecían en jirones rojos que le cruzaban la espalda. Pero de lo que el público no se dio cuenta fue de que su pecho no jadeaba y que sus ojos ardían con la frialdad de siempre. Demasiados aspirantes a campeones, en el cruel campo de entrenamiento, habían practicado aquel tipo de ataque insaciable con él. Había aprendido a aguantarlo por una compensación que iba de medio dólar hasta quince dólares a la semana... una escuela dura pero él fue un alumno duro.

Entonces sucedió lo increíble. El torbellino, el aturdidor e intempestivo ataque cesó de repente. Sólo Rivera se mantenía en pie. Danny, el formidable Danny, yacía tumbado de espaldas. Su cuerpo se estremeció cuando la conciencia se esforzaba por volver a él. No se había tambaleado y luego caído, ni tampoco se había desplomado hundiéndose poco a poco. El gancho derecho de Rivera le había caído en el aire con la brusquedad de la muerte. El réferi envío a Rivera hacia atrás con una mano y se colocó junto al caído gladiador iniciando la cuenta. Es costumbre que el público de un combate de boxeo celebre ruidosamente un golpe tan fulminante. Pero esta vez el público no celebraba nada. Le había sido demasiado inesperado. Escuchaban la cuenta en un tenso silencio, y en medio de este silencio se alzó exultante la voz de Roberts:

—¡Ya te había dicho que era un luchador ambidiestro!

Hacia el quinto segundo de la cuenta Danny estaba rodando sobre su cara, y en el séptimo se apoyó en una rodilla, dispuesto a levantarse después de la cuenta de nueve y antes del diez. Si su rodilla seguía en contacto con la lona en la cuenta de diez, se consideraría que había perdido la pelea. En el instante en que su rodilla dejara de estar en contacto con la lona se reiniciaría el combate, y en ese mismo instante, Rivera tendría oportunidad para tratar de derribarlo de nuevo. En el momento en que su rodilla dejara de estar en contacto con la lona, lo volvería a golpear. Daba vueltas a su alrededor, pero el réferi siempre se interponía entre ambos, y Rivera notó también que los segundos que contaba eran muy lentos. Todos los gringos estaban en contra de él, incluido el réferi.

Al llegar a la cuenta nueve el réferi dio a Rivera un empuje brusco hacia atrás. Era injusto, pero le permitió levantarse a Danny, la sonrisa de nuevo en los labios. Parcialmente doblado sobre sí, con los brazos alrededor de cara y abdomen, se agarró a Rivera tropezando hábilmente en un cuerpo a cuerpo. Según las reglas del boxeo, el réferi debería haberlos separado, pero no lo hizo, y Danny estaba aferrado al mexicano como una lapa a una tabla de surf, mientras poco a poco se iba recuperando. El último minuto del asalto continuaba. Si lograba aguantar hasta el final tendría un minuto entero para recuperarse en su esquina. Y llegó hasta el final, lo hizo sonriendo entre toda su desesperación y momentos de apuro extremo.

—¡La sonrisa que nunca se borra! —gritó alguien, y la audiencia rió entonces ruidosamente con alivio.



EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora