I parte 3

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No es un espía —confió Vera a May Sethby—. Es un nacionalista... hazme caso. El más patriota de todos nosotros. Lo sé, lo siento. Aquí dentro del corazón y de la cabeza lo siento. Pero no conozco nada en absoluto de él.

—Tiene mal carácter —dijo May Sethby.

—Lo sé —confirmó Vera con estremecimiento—. Me ha mirado con esos ojos que tiene... No aprecian, amenazan. Son tan fieros como los de un tigre salvaje. Estoy seguro de que si se demostrara que yo era traidor a la causa, me mataría. No tiene corazón. Es implacable. Penetrante y frío como el hielo. Es como los rayos de luna que en una noche de invierno alumbran a un hombre que se congela en la cima de una montaña solitaria. No les tengo miedo ni a Díaz ni a todos sus asesinos, pero este chico... a él si le tengo miedo. Te lo digo de verdad. Estoy asustado. Es el hálito de la muerte.

Sin embargo, Vera fue el que convenció a los demás para que confiaran por primera vez en Rivera. La línea de comunicación entre Los Ángeles y Baja California se había cortado. Tres de los camaradas habían tenido que cavar sus propias tumbas y fueron fusilados dentro de ellas. Dos más habían sido detenidos por norteamericanos y encarcelados en Los Ángeles. Juan Alvarado, el jefe de los federales, era un monstruo. Malograba todos los planes. Ya no podían establecer contacto con los revolucionarios en activo, tampoco con los pocos de Baja California.

Se le dieron instrucciones al joven Rivera y fue enviado al sur. A su regreso se había vuelto a establecer la línea de comunicación, y Juan Alvarado estaba muerto. Lo habían encontrado en la cama con un cuchillo clavado en el pecho. Aquello no estaba dentro de las instrucciones de Rivera, pero los de la Junta ya sabían como era. No le hicieron preguntas. Tampoco él dijo nada. Y todos se miraban entre si haciendo sus conjeturas.

—Ya se los había dicho —intervino Vera—. Díaz debe tener más miedo a ese chico que a cualquier otro hombre. Es implacable. Es el brazo de Dios.

Su mal carácter, dijo May Sethby, y todos asintieron, pues lo evidenciaba su aspecto físico. En ocasiones traía un labio partido, una mejilla amoratada o una oreja hinchada. Era evidente que se metía en líos en algún lugar de ese mundo externo donde comía, dormía, conseguía dinero y vivía de un modo que ellos desconocían. Al pasar del tiempo cada vez más y más se dedicaba a imprimir la pequeña hoja revolucionaria que publicaban semanalmente. Pero había ocasiones en que no lo podía hacer, pues los nudillos de su mano estaban magullados y en carne viva, y sus pulgares heridos y destrozados. O uno o el otro brazo le caía colgando mientras su cara reflejaba un dolor inexpresado.

—Es un matón —dijo Arrellano.

—Frecuenta lugares de mala nota —añadió Ramos.

—Pero, ¿de dónde saca el dinero? —preguntó Vera—. Hoy mismo, hace un momento, me he enterado de que pagó la factura del papel... ciento cuarenta dólares.

—Y ahí están sus ausencias —dijo May Sethby—. Nunca da explicaciones.

—Deberíamos mandarlo a espiar —propuso Ramos.

—No me gustaría ser el que lo espiara —dijo Vera—. Temo que no me volverían a ver, a no ser para enterrarme. Es muy intenso. Ni Dios podía interponerse entre él y su pasión.

—Delante de él me siento como un niño —confesó Ramos.

—Para mí es la fuerza... es el lobo salvaje y primitivo, la serpiente de cascabel lista para morder, es escorpión que va a picar —dijo Arrellano.

—Es la misma revolución encarnada —añadió Vera—. Su llama y su espíritu, el incesante grito que pide venganza en silencio y mata sin ruido. Es el ángel vengador que se mueve entre los quietos guardianes de la noche.

—Podría llorar por él —dijo May Sethby—. No tiene a nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros nos tolera porque somos la representación de su deseo. Está solo... muy solo —y su voz se quebró en un sollozo ahogado y había tristeza en sus ojos.

Las costumbres y acciones de Rivera resultaban realmente misteriosas. Había temporadas en las que no lo veían durante más de una semana. En cierta ocasión desapareció durante todo un mes. Estas ausencias siempre eran seguidas de regresos triunfales en los que, sin avisar, dejaba monedas de oro sobre la mesa de May Sethby. Y de nuevo, durante días y semanas, pasaba todo su tiempo con los de la Junta. Y sin embargo, otra vez, y durante periodos irregulares, desaparecía desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la tarde. Otras veces llegaba muy temprano y se quedaba hasta muy tarde. Arrellano se lo había encontrado aún a medianoche imprimiendo el texto con los nudillos recién heridos, o quizá era su labio, partido hacia poco, el que aún sangraba.

EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora