El momento de crítico se acercaba. El ser o no ser de la revolución dependía de la Junta y la Junta se encontraba realmente en apuros. Su necesidad de dinero era más intensa de lo que lo había sido hasta entonces y el dinero era difícil de conseguir. Los nacionalistas habían entregado hasta su último centavo y no podían más. Los jornaleros, peones que habían huido de México, contribuían con la mitad de sus escasos salarios. Pero se necesitaba mucho más dinero. Tantas angustias, las conspiraciones y el trabajo de zapa estaban a punto de dar su fruto. Había llegado el momento. La revolución tenía peso específico en la balanza. Un impulso más, un último y heroico esfuerzo, y se inclinaría de lado de la victoria. Los de la Junta sabían cómo era México. Una vez iniciada la revolución avanzaría por sí sola. Toda la estructura de Díaz se vendría abajo como un castillo de naipes. La frontera estaba lista para levantarse en armas. Un yanqui, con un centenar de sindicalistas de la IWW (Industrial Workers of the World) esperaba la orden para cruzar la frontera e iniciar la conquista de Baja California. Pero necesitaban armas. Y la Junta sabía que debía armar a aquellos aventurados, mercenarios, forajidos, sindicalistas norteamericanos descontentos, socialistas, anarquistas, camorristas, exiliados mexicanos, peones, mineros apaleados en las prisiones de Coeur d'Alene y Colorado que sólo querían luchar para vengarse: todos unos fieros espíritus, remanentes de naufragio del ajetreado y complicado mundo moderno. Y eran armas y municiones, municiones y armas, la constante y permanente solicitud.
Con sólo el levantamiento de esa heterogénea masa, miserable, vengativa, se iniciaría la revolución. La aduana, los puntos de acceso desde el norte, caerían en sus manos. Díaz no sería capaz de oponer resistencia. No se atrevería a lanzar al grueso de sus fuerzas contra ellos, porque debía proteger también el sur. El pueblo se alzaría en armas. Se tambalearían y caerían un estado tras otro. Y al final, por todas partes, los triunfantes ejércitos revolucionarios cercarían la propia Ciudad de México, última trinchera de Díaz.
Pero faltaba el dinero. Contaban con hombres impacientes y decididos que utilizarían las armas. Conocían a los traficantes que se las podían vender. Sin embargo haber llevado la revolución hasta ese punto había agotado a la Junta. Gastando hasta el último dólar y todos sus recursos. Habían recopilado lo mas posible hasta del último patriota más mísero... y la gran aventura aún no pesaba lo suficiente en la balanza. ¡Armas y municiones! Era preciso armar a aquellos desharrapados batallones. ¿Pero cómo? Ramos se lamentaba de que le hubieran confiscado sus propiedades. Arrellano se dolía de lo mucho que había malgastado en su juventud. May Sethby se preguntaba si las cosas habrían resultado más sencillas si la Junta hubiera ahorrado más en el pasado.
–Y pensar que el que llegue o no la libertad para México depende sólo de unos miserables miles de dólares –decía Paulino Vera.
Había desesperación en todos los rostros. José Amarillo, su última esperanza, un adherido reciente que había prometido dinero, fue detenido en su hacienda de Chihuahua y fusilado frente a la pared de su propio establo. La noticia acababa de llegar.
Rivera, que estaba fregando arrodillado, levantó la vista, con la bayeta sucia en la mano y los brazos mojados de agua sucia y jabonosa.
–¿Bastaría con cinco mil? –preguntó.
Le miraron asombrados. Vera asintió y tragó saliva. No pudo hablar, pero se sintió instantáneamente colmado de una inmensa fe.
–Pidan las armas –dijo Rivera y al instante se sintió culpable por tener que pronunciar esas palabras–. Queda poco tiempo. Dentro de tres semanas les entregaré los cinco mil. Está bien. El tiempo será bueno para el levantamiento. Además, es lo mejor que puedo hacer.
Vera lidiaba con su fe. Era increíble. Había visto cómo se frustraban sus esperanzas demasiadas veces desde que había empezado con este juego de la revolución. Creía en aquel andrajoso fregón de la revolución y al mismo tiempo dudaba y desconfiaba de él.
–Tú estás loco –dijo.
–Dentro de tres semanas –añadió Rivera–. Pidan las armas.
Se levantó, se bajó las mangas y tomó su chaqueta.
–Pídanlas armas –repitió–. Y ahora me tengo que ir.
ESTÁS LEYENDO
EL MEXICANO | Jack London
Mystery / ThrillerAutor: Jack London "Ningún hombre tiene ese aspecto si no ha atravesado un infierno y sólo es un chico." A simple vista no causaba buena impresión a sus compañeros, sólo era un chico de no más de dieciocho años ni muy desarrollado para su edad. Habí...