Final

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Cuando sonó la campana Rivera percibió una atmósfera amenazadora. El público no se dio cuenta. Fuera lo que fuera estaba allí dentro del ring con él y muy cerca. La seguridad anterior de Danny le apareció devuelta. La confianza en su avance asustó a Rivera. Iban a utilizar algún truco. Danny se le lanzó, pero Rivera rechazó el encuentro. Se hecho a un lado en seguridad. Lo que el otro quería era un clinch. De alguna forma era necesario para llevar a cabo su trampa. Rivera retrocedió y lo evadió, pero sabía, que tarde o temprano, llegarían el clinch y la trampa. Desesperadamente resolvió provocarla. Él simuló el clinch con Danny en su siguiente embestida. Pero en lugar de eso, en el último instante, justo cuando sus cuerpos debían entrar en contacto. Rivera se echo hábilmente hacia atrás. Y en ese mismo instante de la esquina de Danny se escuchó el grito de foul. Rivera los había engañado. El réferi se detuvo, indeciso. La decisión que temblaba en sus labios nunca fue pronunciada, porque la voz estridente y aguda de un chico desde la tribuna, dijo:

—¡Fraude!

Danny maldijo a Rivera abiertamente, y atacó mientras Rivera danzaba alejándose. Además, Rivera decidió no lanzar más golpes al cuerpo. En esto se jugó la mitad de su quizá única oportunidad de ganar, pero él sabía que si iba a ganar tendría que hacerlo absolutamente con lo que le restaba a la pelea. Si les daba la menor oportunidad, ellos fingirían que cometió un foul y lo descalificarían. Danny lanzó cualquier precaución a los vientos. Durante dos rounds se desgasto persiguiendo al chico que se resistía a dejarse acorralar. Rivera fue golpeado una y otra vez; recibió golpes por docenas para evitar el peligroso clinch. Durante este supremo esfuerzo final de Danny la audiencia se puso de pie y se volvió loca. No lo entendían. Todo lo que podían ver era que, a pesar de todo, su favorito estaba ganando.

—¿Por qué no peleas? —le preguntó con ira a Rivera— ¡Eres un cobarde! ¡Cobarde! ¡Abre la guardia, tú miserable! ¡Tienes que abrirte!

—¡Mátalo, Danny! ¡Mátalo! ¡Puedes con él, ya lo tienes! ¡Mátalo!

En el lugar, sin excepción alguna, Rivera era el único hombre tranquilo. Por temperamento y raza era el más apasionado de todos; pero había soportado vastamente mayores ardores que esta pasión colectiva de diez mil gargantas, elevadas en oleada, no era para su cerebro más que la frescura aterciopelada de un crepúsculo de verano.

En el round diecisiete Danny intensificó su ataque. Rivera, bajo un fuerte golpe, se inclinó y esquivó. Sus brazos cayeron desesperados mientras avanzaba hacia atrás. Danny pensó que ésta era su oportunidad. El muchacho estaba a su merced. Así que Rivera, fintando, lo tomó con la guardia baja, lanzándole un golpe limpio directo a la boca. Danny se vino abajo. Cuando se levantó, Rivera lo alcanzó con un gancho de derecha al cuello y mandíbula. Tres veces repitió esto. Era imposible que ningún réferi llamará a estos golpes de foul.

—¡Oh, Anúncialo! ¡Anúncialo! —suplicaba Kelly al réferi.

—No puedo—se lamentaba el réferi—. No me da ninguna oportunidad.

Danny, destrozado y heroico, seguía aguantando. Kelly y los otros cercanos al ring comenzaron a gritar a la policía que lo detuviera, aunque en la esquina de Danny se negaban a tirar la toalla. Rivera vio al robusto capitán de la policía comenzar torpemente a subir a través de las cuerdas, y no estaba seguro de lo que eso significaba. Había tantas maneras de hacer trampa en este juego de gringos. Danny, de pie, se tambaleaba aturdido e impotente ante él. El réferi y el policía estaban llegando a Rivera cuando éste lanzó el último golpe. No hubo necesidad de detener la pelea, porque Danny ya no se levantó.

—¡Cuente! —Rivera gritó con voz ronca al réferi.

Y cuando el conteo termino, los seconds de Danny lo recogieron y se lo llevaron a su esquina.

—¿Quién ganó? —preguntó Rivera.

De mala gana el réferi tomo su mano enguantada y la sostuvo en alto.

No hubo felicitaciones para Rivera. Caminó sin ser atendido hasta su esquina, donde sus seconds no habían colocado aún el banquillo. Se inclinó hacia atrás sobre las cuerdas, los ojos llenos de odio, barrió con la vista recorriéndolos hasta que el último de los diez mil gringos fue incluido. Sus rodillas temblaban bajo de él, y sollozaba de tanto agotamiento. Ante sus ojos, los odiados rostros oscilaban de un lado a otro en el vértigo de las náuseas. Entonces recordó que ellos eran las armas. Las armas eran suyas. La Revolución podría continuar. ■

                             ■ FIN ■ 

                             ■ FIN ■ 

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EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora