IV Parte 4

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—La coz de ese asqueroso mugriento es algo terrible —soltó jadeante Danny en su esquina al entrenador, mientras sus asistentes trataban frenéticamente de reanimarlo con los escasos segundos.

El segundo y tercer rounds fueron tranquilos. Danny, un boxeador astuto y consumado, se distanció, bloqueó y mantuvo su defensa, dedicándose a recuperarse de aquel estrepitoso golpe del primer round. En el cuarto round ya se había recuperado. Turbado y sacudido, sin embargo su buena condición le había permitido recobrar su vigor. Pero no intentó ningún ataque fulminante. El mexicano había probado ser un sarro. Así que en lugar de ello, puso en práctica lo mejor de sus conocimientos boxísticos. En maña, habilidad y experiencia era el maestro, y aunque no podía descargar en ningún punto vital, procedió científicamente a dañar y desgastar a su oponente. Asestó tres golpes, contra uno de Rivera, pero sólo eran golpes de castigo y no mortales. Fue la suma de muchos de ellos lo que constituía su letalidad. Era respetuoso de ese oponente ambidiestro con esa increíble potencia en sus dos puños.

Como defensa, Rivera utilizó una desconcertante combinación de derecha-izquierda. Una y otra vez, ataque tras ataque, lanzaba golpes de derecha e izquierda que alcanzaban la boca y la nariz de Danny causando daño acumulado. Pero Danny era proteico. Por eso iba a ser el próximo campeón. Podía cambiar de estilo de boxear a voluntad. Ahora se concentraba en la defensa. En esto resultaba particularmente astuto, y le permitió evitar la derecha recta del otro peleador. Consiguió encender al público varias veces, bloqueando el ataque con una maravillosa guardia y sacando un upper-cut que levantó al mexicano por los aires y lo dejo caer a la lona. Rivera se apoyó en una rodilla, esperando que transcurriera el conteo, y en su interior sabía que el árbitro estaba contando muy deprisa.

Una vez más, en el séptimo round, Danny lo alcanzó con el diabólico uppercut. Sólo consiguió que Rivera se tambaleara, pero en el momento siguiente de impotente indefensa, lo aplastó con otro golpe que lo lanzó a través de las cuerdas. El cuerpo de Rivera rebotó en las cabezas de los periodistas que estaban abajo y lo empujaron hacia el borde del ring, por la parte de afuera de las cuerdas. Allí descansó sobre una rodilla, mientras el réferi se aprestaba a contar nuevamente muy de prisa. Dentro de las cuerdas, a través de las cuales debía volver al cuadrilátero, su oponente esperaba por él. Pero el réferi no intervino ni echó a Danny hacia atrás.

El público le apoyaba con entusiasmo.

—¡Mátalo, Danny! ¡Mátalo!  —chillaban los gritos.

Decenas de voces en el público se unieron hasta que aquello parecía un canto guerrero de lobos.

Danny hizo todo lo posible, pero Rivera, a la cuenta de ocho, en vez de a la de nueve, paso inesperadamente por entre las cuerdas y se puso a salvo sujetándose a su adversario. El réferi intervino ahora, apartándolo para que pudiera ser golpeado, dándole a Danny todas las ventajas que un réferi injusto puede proporcionar.

Pero Rivera volvió, y la niebla se aclaró de su mente. Ya se encontraba entero. Ellos eran los odiados gringos y todos eran injustos. Y lo peor de sus visiones continuó brillando y relampagueando en su cerebro: largas filas de vías férreas relucían atravesando el desierto; Rurales y policías norteamericanos; prisiones y calabozos; vagabundos junto a depósitos de agua... todo el sórdido y doloroso panorama de su odisea después de Río Blanco y de la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, vio la gran Revolución roja recorrer toda su tierra. Las armas estaban allí, ante sus ojos. Cada uno de aquellos rostros odiados era un arma. Y él luchaba para conseguir las armas. Él era las armas. Él era la Revolución. Él luchaba por todo México.

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EL MEXICANO | Jack LondonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora