IV Juicio

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El Olimpo, esa ciudadela que está en la cima del monte del mismo nombre, atravesando espesas nubes, y al que antes podía llamar hogar, era una zona de peligro para cualquier dios menor. Pequeños temblores invadían cada centímetro del lugar, tambaleando a todos los dioses que pasaban por ahí. ¿Qué más podría provocar esto sino la ira de Zeus? Nada.

Varios dioses menores estaban recorriendo rápidamente El Centro, algunos hasta se fijaban en mí, pero en su mayoría intentaban huir de la furia del señor de los cielos.

La puerta del Concilio de los Doce Grandes se abrió y de ella se asomó una mujer algo nerviosa. El suelo tembló de nuevo y la mujer, que reconocí como Nix, se estremeció de pies a cabeza. La diosa de la noche comenzó, casi a gritos, a leer un pedazo de pergamino que traía consigo:

-Eros, hijo de Afrodita y Ares, dios del amor –Su voz, aparte de estar gritando, sonaba aterrada y sumisa, como si la sola estancia ahí le aterrara-, se le acusa de atacar voluntariamente a Tique, diosa de la suerte, y congelarla contra su voluntad. Se le agradece pasar a La Gran Sala, donde su destino será decidido.

Caminé lentamente por El Centro, pasando junto a la estatua de Urano y Gea, cielo y tierra. Juraría que en cuanto pasé, Gea me giñó un ojo, pero cualquiera me tildaría de loco si dijera eso. Llegue a la gran entrada de mármol tallado y un escalofrío recorrió mi cuerpo entero; digamos que los dioses no son muy fáciles de doblegar y pensé "Si fallan en mi contra, será el fin del guapo y sensible Eros". Tomé aire con fuerza, lo dejé salir y entré al tan tenebroso Concilio de los Dioses.

Nunca habré visto escena más épica y aterradora que el grupo de Doce Dioses que estaba sentado al fondo de la habitación: En el centro central de todo, los tronos de Zeus y Hera, y un poco más atrás, los otros 10 Grandes. Mi mirada vacilo entre trono y trono, deteniéndose ligeramente al cuarto puesto del lado de Hera; mi madre, Afrodita, me miraba con recelo en lugar de su amorosa y tierna mirada. Al otro lado, una fría y sádica mirada se posaba intensamente sobre mí.

-¡Miren quien es! ¡El hijo prodigo! –Ares, mi... padre, resonó el suelo con un golpe del mango de su lanza broncínea.

-Calma, hermano –Exclamo Dionisio con autoridad, mientras acariciaba al tigre en sus piernas– Deja que hable padre, y después das tu veredicto.

-No es necesario –Rezongó Ares con desprecio total hacia Dionisio– No importa que mi sangre corra por esas venas, debe ser ejecutado por sus acciones.

Al terminar Ares con su indiferente argumento, una discusión se formó en el consejo, comenzada por Atenea:

-Padre, por favor, dejemos libre al paladín para dar por terminado semejante despliegue de insensatez.

Todo indicó que las palabras de Atenea terminaron de quebrar la hasta ahora inquebrantable paciencia del Rey del Olimpo:

-¿Osas afirmar que mi criterio es erróneo? –La intensa voz de Zeus hizo temblar cada rincón del Olimpo, y posiblemente también de la Tierra.

-No creo que esa haya sido la intención de Atenea, padre –Respondió Artemisa intentando tranquilizar a Zeus.

-¿Insinúas que me equivoco? –Este siguiente grito rompió record en la escala de gritos mitológicos, y eso que conocí a una banshee.

-Supongo que, hermano, querrías admitir que por lo menos una vez podrías no estar en lo correcto –La calmada voz de Poseidón causo un gran cambio en el ambiente, tanto para mí como para el Concilio. El respaldar del trono de Zeus vibró y se ilumino, dándole un aire más imponente a su dueño.

Cupido: El nacimiento de SunevDonde viven las historias. Descúbrelo ahora