Capítulo Uno

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En alguna era lejana, un tiempo donde la tierra era mucho más joven, las leyendas aún no se escribían, la magia era una realidad, una realidad que se extendía en unas tierras donde se dividían dos reinos: uno de ellos, gobernado por la mano del hombre, con ricos y pobres, buenos y malos, viviendo entre comodidades o sobreviviendo a la vida que les tocó; el otro reino, era uno poblado con criaturas que no eran humanas, sino mágicas, criaturas de muchos tamaños, colores, formas, seres de razas inigualables y fantásticas ante los ojos del hombre. 

Éste lugar mágico era conocido como el Prado.

El Prado, no tenía monarcas que les gobernaran, sólo criaturas libres que confiaban entre ellos, viviendo en paz y armonía. No vivían en casas ni castillos como el hombre, sus hogares estaban desde las cuevas de las montañas, hasta los arboles del gran bosque, estaban siempre cómodos y apacibles; estas criaturas eran conocidas por la lengua del hombre como criaturas feéricas.


Allí, entre los bosques del Prado, y en la cima de una montaña, una criatura feérica particular miraba el cielo, sintiendo la calidez del sol y la brisa fresca del viento. Podía parecer un niño humano, si no fuera por sus pequeños cuernos que salían a surgir de su cabeza y unas alas oscuras como las de un águila que salían a relucir en su espalda. El nombre de esta criatura feérica, era Malgreste.

Malgreste se había quedado huérfano a muy temprana edad, sus padres fueron protectores y sanadores del Prado, que en vida, fueron respetados y amados por cada criatura, hasta que una terrible guerra iniciada con el hombre les arrebató la vida en un último momento de sacrificio, uno que logró la paz en ambos reinos. 

Sin embargo, nunca estuvo solo, cada criatura feérica era su familia, pero de mayor particular, los kwamis: pequeñas criaturas casi del tamaño de las hadas, cada uno con una forma distinta que representaba a un animal habitante en la tierra del hombre, existente desde eras antiguas y con poderes mágicos. Todos cuidaron de Malgreste y le enseñaron a usar su magia para algún día, volverse un guardián del Prado; aunque a veces, Malgreste usaba la magia para jugar y hacerle travesuras a otras criaturas.

Malgreste se estiró en una rama del árbol donde estaba, abrió sus alas y alzó el vuelo, sintiendo el aire entre su rostro pálido, el constante movimiento de sus rubios cabellos al compás de sus movimientos. Volando hasta el canal de un río donde vio su rostro redondo y el brillo de sus ojos azules, antes de alzarse mas alto haciendo que el agua saltara fuera del río hasta las orillas empapando el césped como pequeña lluvia. 

Saludaba a cada criatura que veía y ayudaba a los que lo necesitaban, hasta que, Nooroo, un kwami color morado con alas de una mariposa y un remolino en su frente, se acercó velozmente hacia Malgreste, asustado, sudando frío y temblando.

—V-ven rápido Malgreste, ha ocurrido algo.

—¿Qué sucede, Nooroo?

El pequeño kwami respiró profundo antes de hablar nuevamente con Malgreste.

—Las Kitsunard y Animan han encontrado a humanos en el pozo de los cristales.

—¿Humanos?

Malgreste jamás había visto humanos en su vida, siempre había escuchado de ellos en los cuentos que solían decir las criaturas feéricas más viejas y sabías. Así que, con curiosidad, se fue volando junto con Nooroo hacia el pozo de los cristales, allí encontró a las Kitsunard y a Animan al acecho sobre unas piedras del río.

Las Kitsunard, eran criaturas que tenían híbrido entre zorro y humano, sus poderes eran extraordinarios, podían ser capaz de crear ilusiones o duplicarse. Pertenecían a los guardianes del bosque, manteniendo su vigilancia para que ningún humano entrara usando sus poderes de ilusión, pero los intrusos, de alguna manera, lograron evadirlas y se adentraron más al bosque. 

MalgresteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora