Capítulo 3: Rosas

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Mis dientes toman prisionero a mi pobre labio inferior, que debe de estar a punto de partirse por la fuerza impuesta sobre él. Mis manos suben hasta su nuca y lo obligan a bajar hasta mis labios, mientras sus dedos siguen haciendo de la suyas. Tengo que dejar de gemir como si fuese mi primera vez.
Me quita los calzones y los avienta hacia atrás. Se deshace de los suyos y hace lo mismo. Su erección salta a la vista y me señala directo a la cara.
Mierda, esa cosa es enorme. Se ve diferente con el bello ligeramente rebajado.

Suelta una risita varonil al ver la expresión en mi cara. Toma mi pene con su mano libre y la baja suavemente y haciendo presión con sus dedos, mientras los dedos de su otra mano, todavía siguen dentro de mí, moviéndose hacia todas partes. Sabe lo que hace, y lo hace muy bien. Me gusta. Me enloquece.

Echo mi cabeza hacia atrás y no puedo silenciar mis gritos.
Tomo las sábanas entre mis dedos y las jalo hacia mí, cuando su mano en mi hombría comienza a moverse a un ritmo más rápido.
Oh, mierda.

La extraña e inexplicable sensación comienza a acumularse dentro de mí y sé que el clímax está cerca. Mis piernas se mueven y quiero cerrarlas para detenerlo, pero se monta sobre la parte interna de mis muslos, recargando sus rodillas en cada una de mis piernas, impidiéndome cerrarlas. Dejándome expuesto e inmóvil.
Suelto las sábanas y me sujeto de sus brazos, abro los ojos y me está mirando sonriente. Esto quería el muy infeliz.

Le devuelvo la sonrisa y me lanzo sobre sus labios, en busca de su lengua. Cuando la hallo, se junta con la mía como dos imánes. Me abraza y pasa sus dedos por detrás de mi espalda para volverlos a insertar donde estaban, mientras que con su otro brazo mantiene nuestros cuerpos pegados. Su enorme miembro rosa mi ano, amenanzando con querer introducirse, mientras sus dedos lo llenan y presionan esa parte tan sensible y con tanto efecto en todo mi cuerpo. Me gusta esta aproximidad. Su piel es tan tibia en contacto con la mía.
Todo es tan desquiciante, tan... diferente.
Mi cuerpo convulsiona y mis entrañas se contraen.

—Carajo, Orlando, no pares, por favor —grito, a punto de llegar a la cima.

De un momento a otro se detiene.
Mi inminente orgasmo se esfuma y mi cuerpo queda en shock, esperando más. Me separo de él y lo miro extrañado. Su rostro a centímetros del mío.

—¡¿Qué...?! —pregunta furioso.

¿Qué pasa con él?

—¿Qué... qué pasa? —mi respiración irregular, mi pecho sube y baja.

—¡¿Qué dijiste...?! —la furia no abandona su voz.

—¿Eh...? No sé —me encojo de hombros-. Ehmm... Sólo te pedí que no te detuvieras.

—¡No, no! ¡Dijiste otra cosa!

Intento bajarme de su regazo, pero me toma por la cintura con ambas manos. No me dejará huír.

—No sé qué dije —digo.

—Me cambiaste el nombre. —Mis ojos se abren como platos y su ceño se frunce, molesto—. Estabas con él, estabas pensando en él.

Mierda. ¿En serio hice eso?
Bajo la mirada, sintiéndome incómodo y apenado.

—Lo siento.

Mi Verdadero VerdugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora