Capítulo V

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El chacal

En aquel tiempo se bebía mucho, y tanto es lo que el tiempo ha mejorado las costumbres, que si ahora diese una moderada cuenta de la cantidad de vino y de ponche que un hombre podía ingerir en una noche, sin detrimento de su cualidad de perfecto caballero, en nuestros días parecería ridícula exageración. Los que se dedicaban al foro, así como los de cualquiera otra profesión liberal, no estaban exentos de tal inclinación a los placeres de Baco; y ni siquiera el señor Stryver, que avanzaba muy aprisa en el camino de su lucrativa profesión, estaba por debajo de otros compañeros de carrera, por lo que se refiere a la afición a la bebida, como tampoco de cualquiera otro de sus amigos.

Favorito como era en Old Bailey y en los juicios que allí se celebraban, el señor Stryver destruía los peldaños inferiores de la escalera por la que se encaramaba rápidamente en su aspiración de ocupar los más altos puestos. Se había notado en el foro, que así como Stryver era hombre suelto de lengua, nada escrupuloso y atrevido, le faltaba, en cambio, la cualidad de extraer la quinta esencia de los asuntos que se le confiaban, condición imprescindible en un buen abogado, pero, inesperadamente, mejoró mucho acerca del particular y se pudo observar que a medida que iba teniendo más asuntos, mejor los resolvía, y aunque se pasaba las noches de claro en claro, bebiendo con su amigo Sydney Carton, no por eso dejaba de recordar a la mañana siguiente todos los puntos que le convenía conservar en la memoria.

Carton, el más perezoso de los hombres y el más incapaz de llegar a ser algo, resultaba el mejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban a beber los dos en un año, habría podido flotar un navío real. Ambos llevaban la misma vida y prolongaban sus orgías hasta altas horas de la noche; incluso se decía que, más de una vez, se vio a Carton en pleno día, dirigiéndose a su casa con paso vacilante, como gato calavera. Y por fin, los que podían sentir interés por aquellos dos hombres, convinieron en que si Carton no podía llegar a ser un león, por lo menos quedaba reducido a chacal y que en este carácter prestaba excelentes servicios a Stryver.

—Son las diez, señor —dijo el mozo de la taberna, a quien Carton encargara despertarle— Las diez, señor.

—¿Qué hay?

—Son las diez, señor.

—¿Qué quieres decirme con eso? ¿Las diez de la noche?

—Sí, señor. Vuestro honor me ordenó despertarle.

—Es verdad. Ya me acuerdo. Muy bien.

Después de hacer algunos esfuerzos por dormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó el mozo removiendo el fuego por espacio de cinco minutos, se levantó, se puso el sombrero y salió. Se dirigió hacia el Temple y después de haberse refrescado con un ligero paseo, se dirigió a casa de Stryver.

El oficial de Stryver, que nunca asistía a estas conferencias, se había marchado ya a su casa, y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba en zapatillas, se cubría con una bata y, para mayor comodidad, llevaba el cuello desabrochado. En sus ojos se veían dos círculos amoratados, propios de los que llevan una vida disipada.

—Llegas un poco tarde —dijo Stryver.

—A la hora de costumbre. Tal vez un cuarto de hora más tarde.

Se dirigieron a una habitación algo obscura, cuyas paredes estaban cubiertas de libros y con papeles por todas partes. El fuego estaba encendido y junto a él hervía una tetera; y en medio de la balumba de papeles se veía una mesa, en la que había algunas botellas de vino, de aguardiente y de ron, y también azúcar y limones.

—Veo que ya te has bebido tu botella correspondiente, Sydney.

—Esta noche me parece que han sido dos. He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, he visto como cenaba. Es lo mismo.

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora