Capítulo XV

667 38 7
                                    


Haciendo calceta


Aquella mañana, temprano, hubo más parroquianos que de costumbre en la taberna del señor Defarge. A las seis de la mañana los rostros pálidos de los que miraban a través de las rejas de las ventanas, pudieron ver dentro otros rostros inclinados sobre los vasos de vino. Usualmente el señor Defarge vendía el vino aguado, pero aquella mañana, además de tener mayor cantidad de agua que de costumbre, el vino era agrio, o parecía tener la propiedad de agriar el humor de los madrugadores. Ninguna llama alegre y báquica parecía surgir de las prensadas uvas del señor Defarge, sino que entre las heces parecía estar escondido un fuego de brasas que ardía en la obscuridad.

Era aquella la tercera mañana en que hubo libaciones muy tempranas en la taberna del señor Defarge. Empezaron en lunes y había llegado el miércoles. Verdad es que se hablaba más que se bebía, porque muchos de los concurrentes no habrían podido dejar una moneda sobre el mostrador, aunque dependiera de ello la salvación de su alma. Pero parecían tan satisfechos como si hubiesen pedido barricas enteras de vino y se deslizaban de un asiento a otro y de uno a otro rincón, tragando con voraces miradas conversación en lugar de bebida.

A pesar de la numerosa concurrencia el amo de la taberna no se dejaba ver, pero nadie lo echaba de menos y nadie se fijaba tampoco en su mujer que, sentada detrás del mostrador, presidía la distribución del vino. A su lado estaba un cuenco lleno de monedas de cobre de las que habían desaparecido las efigies y que estaban tan desgastadas como pobres los bolsillos de que salieran.

Tal vez los espías que vigilaban la taberna, como vigilaban todo lugar alto o bajo, desde la prisión hasta el mismo palacio real, observaron que la concurrencia parecía aburrirse mucho. Languidecían los juegos de naipes y los jugadores de dominó se entretenían en hacer castillos con las fichas, en tanto que otros trazaban extrañas figuras sobre las mesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y mientras la señora Defarge seguía con su mondadientes la muestra del tejido en la manga de su traje, aunque indudablemente veía y oía cosas invisibles y lejanas.

Así siguieron las cosas en la taberna durante todo el día. Al atardecer dos hombres cubiertos de polvo entraron en la calle que apenas alumbraban sus vacilantes faroles.

Uno de ellos era el señor Defarge y el otro el peón caminero del gorro azul. Sucios de polvo y muertos de sed entraron en la taberna y su llegada pareció despertar el interés y entusiasmo en todos los rostros que se asomaron a puertas y ventanas al verlos pasar.

Nadie los siguió, sin embargo, y nadie habló en la taberna cuando entraron, a pesar de que todas las miradas estaban fijas en ellos.

—Buenos días —exclamó el señor Defarge.

Aquello pareció una señal para que se soltaran todas las lenguas, pues se oyó un coro de voces que contestaba:

—Buenos días.

—Mal tiempo hace, señores —observó Defarge meneando la cabeza.

Entonces cada uno de los concurrentes miró a su vecino y luego se quedaron con los ojos fijos en el suelo, exceptuando un hombre que se levantó y salió.

—Esposa mía —dijo Defarge en voz alta—, he caminado algunas leguas con este buen peón caminero que se llama Jaime. Lo encontré por casualidad a una jornada y media de París. Es un buen muchacho. Dale de beber, mujer.

Otro hombre se levantó y salió a su vez. La señora Defarge sirvió un vaso de vino al peón caminero, llamado Jaime, el cual saludó a la concurrencia con su gorro azul y bebió. Llevaba en el pecho un mendrugo de pan moreno y empezó a comerlo entre trago y trago, al lado del mostrador de la señora Defarge. Entonces se levantó otro hombre y salió.

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora