Capítulo IX

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    Hecho el juego 

Mientras Sydney Carton y Barsad estaban en la vecina estancia hablando tan quedo, que no se oía una sola de sus palabras, el señor Lorry miraba a Jeremías con la mayor desconfianza. El señor Roedor no estaba tranquilo, pues se daba cuenta de la aproximación de la tormenta.

—Venid aquí, Jeremías —ordenó el señor Lorry.

El llamado obedeció y el anciano le preguntó:

—¿Qué más habéis sido, aparte de mensajero del Banco?

Después de alguna vacilación, el señor Roedor pareció haber hallado la respuesta y dijo:

—Me dedicaba a trabajos agrícolas.

—Me parece —replicó el señor Lorry— que habéis usado de la respetabilidad del Banco Tellson como de una pantalla para ocultar ocupaciones criminales e infames. Si no me equivoco, no esperéis el perdón cuando regresemos a Inglaterra ni que guarde el secreto, pues Tellson no debe ser engañado.

—Espero, señor —contestó avergonzado el señor Roedor—, que después de haber envejecido a vuestro servicio, no os resolveréis a perjudicarme, aunque fuese cierto lo que sospecháis. ¿Creéis que un hombre podría enriquecerse aprovechando los desperdicios de los empresarios de pompas fúnebres, o con lo que no querrían los sacristanes ni los vigilantes de los cementerios, todos ellos capaces de cualquier cosa para ganar algo? No, no, señor Lorry, es un oficio que no da nada.

—¡Uf! —exclamó el señor Lorry—. Me da horror el veros.

—Lo que quisiera rogaros, señor Lorry —replicó el señor Roedor con mayor humildad todavía— lo que quiero pediros, por lo que más queráis, es que, si habéis de destituirme, deis el cargo que yo desempeñaba en el Banco a mi hijo para que pueda cuidar de su madre, y dejadme a mí que excave cuanto quiera. Esto es lo que quiero pediros, y debo añadir que si antes hablé, lo hice en favor de una causa buena.

—Eso es verdad —contestó el señor Lorry—. Callad ahora. Aun es posible que siga siendo vuestro amigo si me mostráis vuestro arrepentimiento con actos, no con palabras.

En aquel momento entraron nuevamente en la estancia Sydney Carton y el espía.

—Adiós, señor Barsad —dijo el primero—. Quedamos de acuerdo. No debéis temer nada de mí.

Se sentó al lado del señor Lorry, el cual le preguntó qué había hecho.

—Poca cosa. Si las cosas se ponen malas para nuestro amigo, podré ir a verle una vez.

El señor Lorry mostró su desencanto.

—No he podido hacer más. Pedir demasiado sería poner en peligro a ese hombre y, como antes ha dicho, ya no podría ocurrirle nada peor si le denunciara. Este es el punto flaco de la cuestión.

—Pero el poder verle —observó el señor Lorry— no servirá para salvarle.

—Nunca dije que lo conseguiría.

El señor Lorry miró al fuego. Aquella nueva desgracia acaecida a Carlos lo había anonadado. El pobre hombre no era ya más que un anciano agobiado por el pesar.

—Sois un hombre excelente y un verdadero amigo —dijo Carton con alterada voz—. Perdonadme si he observado que estáis afectado. No habría podido ver llorar a mi padre y permanecer indiferente, y os aseguro que no respeto menos vuestro dolor de lo que habría respetado el suyo.

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora