Capítulo VIII

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    Una partida de naipes

Ignorante de la nueva calamidad que acababa de caer sobre la familia, la señorita Pross seguía su camino por las estrechas calles y cruzó el río por el Puente Nuevo, reflexionando acerca de las compras que tenía que hacer. A su lado iba el señor Roedor con el cesto. Después de adquirir algunos comestibles y un poco de aceite para la lámpara, la señorita Pross se dispuso a comprar el vino que necesitaba, y pasando de largo por delante de alguna tabernas se detuvo, finalmente, ante una de ellas en cuya muestra se leía: "Al Buen Republicano Bruto, de la Antigüedad" y que no estaba lejos del Palacio Nacional, antes de las Tullerías. Parecía más tranquila que las demás y aunque no faltaban los patriotas cubiertos de gorro rojo, no había tantos como en otros establecimientos similares. Y así la señorita Pross entró en la taberna, seguida de su caballero.

Sin hacer caso de la concurrencia, que fumaba, jugaba, bebía o escuchaba la lectura del periódico, y sin fijarse en algunos que estaban dormidos, se acercó al mostrador y con el dedo indicó lo que necesitaba.

Mientras median el vino que pidiera, un hombre se levantó de un rincón y se dispuso a salir. Pero para hacerlo tenía que ponerse frente a frente de la señorita Pross, la cual, apenas hubo fijado los ojos en aquel hombre, dio un grito y pareció que iba a desvanecerse.

En un momento todos se pusieron en pie, persuadidos de que se asesinaba a alguien o de que se estaba solventando una ligera diferencia, pero no vieron más que un hombre y una mujer que se miraban con la mayor atención. Él parecía francés y ella inglesa.

Las frases con que expresaron su desencanto los parroquianos no llegaron a oídos de la señorita Pross y del hombre que ante ella estaba, pues la sorpresa que sentían les impedía fijarse en nada más. En cuanto al señor Jeremías, estuvo a punto de caerse de espaldas de puro asombro.

—¿Qué hay? —exclamó en inglés y con rudeza el hombre cuya aparición hiciera gritar a la señorita Pross.

—¡Oh, Salomón, querido Salomón! —exclamó la señorita Pross. ¡Después de un siglo que no te veo te encuentro aquí!

—No me llames Salomón. ¿Quieres mi muerte? —exclamó el hombre con cierto temor.

—¡Hermano mío! —exclamó ella derramando lágrimas— ¿Cuándo he sido tan mala para ti que me hagas esta pregunta?

—Entonces contén la lengua —dijo Salomón— y ven si quieres hablar conmigo. ¿Quién es ese hombre?

—Es el señor Roedor —contestó la señorita Pross entre lágrimas.

—Pues que venga con nosotros —dijo Salomón— ¿Me habrá tomado por un fantasma?

Eso parecía, a juzgar por las miradas del señor Roedor. Sin embargo, no dijo una palabra y la señorita Pross, haciendo esfuerzos por serenarse, pagó el vino. Mientras tanto su hermano se volvió a los bebedores y en francés les dijo algunas palabras para explicar el suceso.

—Ahora ¿qué quieres? —preguntó Salomón deteniéndose en un rincón obscuro de la calle.

—¡Qué mal me recibes a pesar de que nunca he dejado de quererte!

—Toma —dijo su hermano rozando con sus labios los de ella— ¿Estás contenta ahora?

Ella no contestó, pues seguía llorando.

—Si te figuras que me has dado una sorpresa, te engañas —dijo Salomón—. Sabía que estabas en París. Si, verdaderamente, no quieres poner en peligro mi vida, cosa que empiezo a dudar, sigue tu camino y déjame que vaya por el mío. Tengo mucho que hacer. Soy un oficial.

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora