Capítulo XIII

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Un sujeto nada delicado    


Si Sydney Carton brilló en alguna ocasión o en alguna parte, seguramente no fue en casa del doctor Manette. Durante un año entero visitó la casa con frecuencia, pero siempre parecía pensativo y triste. Cuando se lo proponía hablaba bien, pero su indiferencia por todo lo rodeaba de una nube que raras veces atravesaba la luz de su inteligencia.

Sin embargo, sentía atractivo especial por las calles que rodeaban la casa y hasta por las piedras de la calle, y muchas noches, cuando el vino no había conseguido alegrarle, se iba a rondar por ella y a veces lo sorprendía la aurora y hasta los primeros rayos del sol dando vueltas por aquel lugar. Últimamente su abandonado lecho lo echaba de menos con mayor frecuencia, y en algunas ocasiones, después de tenderse en él, se levantaba a los pocos minutos y se iba a rondar por las cercanías de Soho.

Un día, en agosto, después que Stryver notificó a su chacal que lo había pensado mejor y que ya no se casaba, Sydney andaba rondando el lugar, cuando, de pronto, se sintió animado por una resolución y se encaminó en línea recta a la casa del doctor.

Subió la escalera y encontró a Lucía ocupada en sus quehaceres. La joven nunca se había sentido a gusto en compañía de Carton y por consiguiente lo recibió con cierto embarazo, pero él se sentó a la mesa, cerca de ella. La joven miró el rostro de Carton después de cambiar algunas palabras sin importancia y observó que en él había un gran cambio.

—Me temo que no andéis bien de salud, señor Carton —dijo.

—No. La vida que llevo, señorita Manette, no es la más apropiada para gozar de buena salud. Pero, ¿qué se puede esperar de los libertinos?

—¿Y no es una lástima, os ruego que me perdonéis, no llevar una vida mejor?

—¡Dios sabe que es una vergüenza!

—¿Por qué, pues, no cambiáis de modo de vivir?

La joven lo miró afectuosamente y se sorprendió y entristeció al ver que los ojos de Carton estaban mojados de lágrimas. Y con insegura voz contestó:

—Ya es demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me hundiré más y seré aún peor.

Carton apoyó un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo:

—Os ruego que me perdonéis, señorita Manette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo. ¿Queréis escucharme?

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera haceros más feliz sentiría una grande alegría.

—¡Dios os bendiga por vuestra dulce compasión!

Descubrió el rostro y empezó a hablar con mayor firmeza:

—No temáis escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy como un hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso.

—No, señor Carton. Estoy segura de que aun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoy segura de que podríais ser mucho más digno de vos mismo.

—Decid digno de vos, señorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidaré vuestras bondadosas palabras.

La joven estaba pálida y temblorosa y él prosiguió diciendo:

—Si hubiera sido posible, señorita Manette, que correspondierais al amor del hombre que tenéis delante —de este hombre degradado, fracasado, borracho y completamente inútil— él se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habría acarreado más que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habría hecho desgraciada y os arrastrara en su caída. Sé perfectamente que vuestro corazón no puede sentir ternura alguna hacia mí y no solamente no la pido, sino que doy gracias al cielo de que eso no sea.

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