Capítulo XXIII

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Estalla el incendio

Algún cambio hubo en la aldea de la fuente, de la que salía todos los días el peón caminero para sacar de las piedras de la carretera los pedazos de pan que le servían para mantener su pobre vida. La prisión del tajo ya no era tan temible como antes; la guardaban soldados, aunque no muchos y algunos oficiales tenían la misión de guardar a los soldados, pero ninguno de ellos sabía lo que harían éstos..., a excepción de que no obedecerían lo que se les ordenase.

La comarca estaba arruinada por completo. Todo era miserable, desde las cosechas hasta la gente. Monseñor, a veces dignísimo como persona, era una bendición nacional y daba un tono caballeresco a las cosas, pero como clase social era la causa de aquel estado de ruina, y no encontrando ya nada que morder, Monseñor se alejaba de un fenómeno tan desagradable como inexplicable.

Pero éste no era el cambio ocurrido en aquel pueblecillo y en otros muchos que se le parecían. Durante muchos años Monseñor apenas se dignaba favorecer a sus vasallos con su presencia, excepto cuando iba a cazar... animales u hombres. El cambio consistía en la aparición de rostros de baja estofa, más que en la desaparición de los de casta distinguida.

El peón caminero mientras trabajaba solo en el arreglo de los caminos preocupado con lo poco que tenía para cenar y en lo mucho que comería si lo tuviese, levantaba a veces los ojos de su trabajo, y veía acercarse a pie a un hombre de rudo aspecto, cosa antes desusada, pero entonces muy corriente. Al aproximarse, el peón caminero advertía que se trataba de un individuo de bárbara expresión, de revuelto cabello, alto, calzado con zuecos, de siniestra mirada, ennegrecido por el sol y lleno de polvo y barro de pies a cabeza.

Un día del mes de julio se le presentó un hombre de éstos mientras él estaba sentado en un montón de grava junto a un talud, abrigándose lo mejor que podía de una granizada que estaba cayendo.

El hombre lo miró, miró al pueblo en la hondonada, al molino y a la prisión del tajo.

Cuando hubo mirado todo eso dijo en un dialecto casi ininteligible:

—¿Cómo va, Jaime?

—Bien, Jaime.

—¡Chócala, pues!

Se estrecharon las manos y el hombre se sentó en el montón de grava.

—¿Hay comida?

—Nada más que cena —contestó el peón caminero con cara de hambre.

—Es la moda —contestó el hombre—. No puedo encontrar comida en ninguna parte.

Sacó una pipa ennegrecida, la llenó, la encendió con el eslabón y empezó a chupar; luego, de pronto la separó de sí y echó algo en la brasa, que ardió produciendo una pequeña columna de humo.

—¡Chócala! —exclamó al verlo el peón caminero. Y se dieron nuevamente la mano— ¿Esta noche? —preguntó.

—Esta noche —contestó el otro llevándose la pipa a la boca.

—¿Dónde?

—¡Aquí!

Se quedaron silenciosos, mirándose hasta que el cielo empezó a aclarar por encima del pueblo.

—Dame detalles —dijo el desconocido mirando hacia la colina.

—Mira —contestó el peón caminero extendiendo el dedo. Bajas por ahí, pasas a lo largo de la calle y de la fuente...

—¡Llévese el diablo la calle y la fuente! —exclamó el otro—. No quiero pasar junto a fuentes ni entrar en ninguna calle.

—Pues a cosa de dos leguas más allá de la loma que se alza sobre el pueblo...

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora