Capítulo XVI

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Más calceta


La señora Defarge y su esposo regresaron en amigable compañía hacia el corazón de San Antonio, en tanto que un gorro azul avanzaba por entre las tinieblas en dirección a la aldea inmediata al castillo del marqués, quien, en su sepultura, gozaba del reposo eterno.

Los Defarge llegaron de noche, en el carruaje público a la puerta de París en que terminaba su viaje. Hubo la acostumbrada parada en el cuerpo de guardia de la barrera y avanzaron los faroles para examinar a los viajeros. El señor Defarge echó pie a tierra, pues conocía a uno o dos de los soldados y a uno de la policía. Y como de este último era amigo íntimo, se dieron un abrazo.

Cuando San Antonio volvió a cobijar a los Defarge en sus obscuras alas y ellos descendieron del coche ya cerca de su domicilio, se encaminaron a su casa por las calles obscuras y llenas de barro. Entonces la señora Defarge preguntó a su marido:

—¿Qué te dijo Jaime, el de la policía?

—Esta noche muy poco, pero es todo lo que sabe. Han nombrado a otro espía para nuestro barrio.

—Será necesario inscribirlo en el registro —dijo la señora Defarge. ¿Cómo se llama?

—Es inglés.

—Mejor. ¿Cómo se llama?

—Barsad.

—¿Y de nombre de pila?

—Juan.

—Juan Barsad —repitió la mujer—. Muy bien. ¿Se conocen sus señas?

—Es hombre de unos cuarenta años, de cinco pies nueve pulgadas de estatura, cabello negro, moreno, de rostro agradable, ojos negros, rostro delgado, nariz aguileña, pero no recta y ligeramente inclinada hacia la mejilla izquierda, y por lo tanto, su expresión es siniestra.

—Buen retrato —dijo la señora Defarge riendo—. Mañana quedará inscrito.

Una vez en la taberna, que estaba cerrada a causa de la hora, pues eran las doce de la noche, la señora Defarge se dirigió al mostrador, contó las monedas recaudadas durante su ausencia, examinó las entradas en el libro y las existencias, comprobó de todas las maneras posibles las cuentas de su empleado y finalmente lo mandó a la cama. Luego volvió a tornar el dinero y lo guardó en varios nudos de su pañuelo para mayor seguridad, en tanto que Defarge, con la pipa en la boca, admiraba a su mujer aunque nunca se entrometía en tales cuentas.

La noche era calurosa y la tienda cerrada; sin contar con que estaba rodeada por numeroso vecindario, olía muy mal. El olfato del señor Defarge no era muy delicado, pero el vino, el ron y el aguardiente olían más que de costumbre y él trataba de alejar sus emanaciones a fuerza de manotadas en el aire.

—Estás cansado —le dijo la señora Defarge—. Todo huele como de costumbre.

—Sí, estoy fatigado —contestó Defarge.

—Y también un poco deprimido. ¡Oh, qué hombres!

—¡Tarda tanto! —exclamó Defarge.

—¿Y qué cosa es la que no tarda? La venganza y la justicia siempre necesitan mucho tiempo.

—No tarda tanto el rayo en herir a un hombre —observó el marido.

—Pero ¿cuánto tiempo —replicó la mujer— se necesita para acumular la electricidad del rayo? Dímelo.

Defarge levantó la cabeza, pero no contestó.

—No tarda mucho un terremoto en tragarse una ciudad —dijo la señora— ¿Sabes, por ventura, cuánto tiempo es necesario para que se prepare un terremoto?

Historia de dos ciudadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora