La isla del tesoro

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-Puede que esto acabe siendo más difícil de lo que me imaginaba.- dijo Lina mordiéndose el labio inferior.

Hasta la propia librería sentía pavor al tener dentro tantos niños correteando sin control.

Deberían haberlo pensado tranquilamente, deberían haber discutido adecuadamente las actividades que iban a realizar, deberían saber qué hacer en esas situaciones. Pero, no había tiempo para nada de eso.

Había vuelto a la librería, por sorpresa, como suele hacer. Aunque los hubieran prevenido, nada hubiera cambiado. Estas situaciones son incontrolables, no puedes permanecer calmado y hablar con sentido. Era terriblemente patético como Lina se negó a abrirle las puertas, con esa absurda e infantil esperanza de que los dejaría en paz. Las cosas nunca ocurren de esa manera. Herc tuvo que cargarla, alejándola de la puerta mientras pataleaba como un bebé en medio de una rabieta, para dejar pasar al casero. Era el tercer hombre de la familia Romero con el que el señor Garrido había tratado desde que empezó a alquilar aquella caja de zapatos. Sin embargo, el que conociera a su abuelo desde hace años no era algo que fuera a ayudarle con aquel joven ambicioso. Podía adivinarse, sin apenas esforzarse, que la empresa de préstamos le había ofrecido una suma ridícula por aquel local que se caía a pedazos. No parecía haber ningún argumento que pudieran utilizar para hacerle cambiar de idea. Era admirable la profesionalidad con la que el señor Garrido hablaba, a pesar de no poder controlar el temblor de su mano derecha, que, a veces, también se apoderaba de su voz. Tampoco Herc pudo ayudar, más allá de agarrar a Lina, para impedir que se abalanzase sobre aquel desgraciado. No había tiempo, el casero se estaba impacientando.

Decidieron dejar de lado las lamentaciones y actuar, estaban terriblemente cerca. Herc empezó a ir a por Aguie al colegio e hizo correr la voz entre los padres sobre aquel milagroso club de lectura en el que estaba Aguie. Todos estaban realmente encantados con esa idea celestial que les prometía ''Bibliopea'': hacer que sus pequeños sostuvieran un libro en sus manos sin poner mala cara. Además, se maravillaban por lo barato que era ¿Podía algo así ser tan perfecto, sin ningún defecto aparente? Herc se asombraba por lo fácil que había sido, aunque hubiera tenido que ligar con un par de madres solteras para que apuntaran a sus hijos. Nunca se le habían insinuado tantas mujeres en un solo lugar, a la vez. La de cosas que estaba haciendo por ese lugar y los lunáticos que trabajaban allí...

En apenas una semana y media, ''Bibliopea'' estaba lista para acoger a los quince renacuajos de pies inquietos y narices sucias que se habían inscrito.

Habían entrado todos al tropel, arrasando cualquier obstáculo que se pudiera interponer en su camino. Eran un tornado de gritos, risas y travesuras. Se acercaron a las estanterías y comenzaron a coger los libros, para después, tirarlos al suelo. Chillaban, bailaban y alborotaban todo lo posible. Lina los miraba aterrada, no sabía que hacer.

-¡Silencio, grumetes!- exclamó el señor Garrido haciendo que los niños lo miraran con burla.- ¿Quién os ha dado permiso para hablar, pillos de agua dulce?

El señor Garrido se levantó con teatralidad, fingiendo una cojera y balanceando su botella.

-¡Sentaos inmediatamente!- rugió, provocando un gran revuelo.

Los niños se encontraban sentados como indios, mirándolo con una mezcla de terror y burla, ese señor mayor debía de haber perdido la chaveta si creía que eran tan ingenuos como para hablarles así, pero, por otra parte, parecía un pirata de verdad, de esos con los que uno no debe meterse en problemas.

-¡De ahora en adelante, llamadme capitán!- exclamó él con un gesto aterrador.- ¡Y cada vez que entréis en este lugar debéis decir: 'Oh capitán, mi capitán'!- dijo guiñándole un ojo a Lina.- ¿A qué esperáis para saludarme, pececillos mareados? ¡Y no olvideis hacer este gesto!- dijo llevándose la mano a la sien, como en un saludo militar.

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