La familia Bélier

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Aguie empezaba a sentir calambres en sus mejillas y temí­a que aquella sonrisa de jamás haber roto un plato se le quedase estampada en la cara para siempre. Pero, tenía que mantenerla, a pesar de que pudiera degenerar en un tic nervioso que le durase toda la vida. Herc tení­a la misma sonrisa persuasiva y ligeramente cansada ¿Qué puede haber más encantador que dos rubios con una sonrisa brillante y ojos de corderito degollado? Pues para la madre de Miguel debí­a de haber mil cosas más adorables, pues se empezaba en seguir en el piso de los hermanos, haciendo toneladas de preguntas que nadie querí­a contestar. 

-¿Viví­s solos ?- preguntó la señora mirando las fotos esparcidas por el lugar de los dos únicamente.

Ella hizo la pregunta. Su hijo tiró de su manga, intentando llamar su atención sobre lo delicado del asunto, pero ella le hizo caso omiso, como era costumbre en su relación. 

-Sí­.- contestó Herc de manera escueta, deseando que aquella entrometiera saliera de su casa.

-¿Y vuestros padres?- preguntó ella, pues parecí­a ajena a todo el clima de tensión que estaba creando a su alrededor. 

-No tengo porque contestarle a eso, no influye para nada en el bienestar de su hijo.- dijo Herc controlando las ganas de echarla a patadas.

-Claro que sí­, tengo que saber con quién se está quedando.- respondió ella con una sonrisa. 

-Mire, esto ralla lo surrealista.- exclamó Herc indignado pero intentando conservar la calma y la cordura.- Le aseguro que estará sano y salvo. 

-Veo que es cosa de familia.- murmuró con una pequeña sonrisa.

Caminó, haciendo resonar sus tacones, hasta la puerta y se fue, sin mirar dos veces a su hijo. El niño no podía sonreí­r más. 

-Esperaremos un poco para ir a la librería, no vaya a ser que este esperándonos en la entrada.- dijo Herc con una sonrisa aliviada.- Aguie, enséñale tu cuarto a Miguel mientras esperamos un poco, yo tengo que preparar algo de comida para llevar a la librerí­a.- anunció dirigiéndose hacia la cocina. 

-Lina siempre lo acaba liando en este tipo de cosas.- dijo Aguie con una sonrisa tí­mida mientras hacía gestos para que su amigo la siguiera. 

El niño sentí­a muchísima curiosidad sobre aquel par de hermanos pero se mordí­a la lengua para no parecer igual de maleducado que su madre. Su lengua quemaba cada vez más, escocida por todas las preguntas candentes que tení­a. 

Aguie se sentó en su cama, salpicada de libros, mirándolo con una seriedad que asustó un poco al niño. 

-Por favor, no hagas preguntas.- suplicó la niña con los ojos cristalinos. 

Miguel dejó su mochila al lado de la puerta y se acercó a su supuesta amiga. Para sorpresa de la niña, la envolvió en un abrazo. Aguie se alegraba de que no pudiera ver lo ruborizada que estaba.

-¿Qu-Qué haces?- tartamudeó sintiéndose ridí­cula. 

-Luego soy yo el de las preguntas tontas.- dijo Miguel con diversión.- Te estoy abrazando.

-¿Por qué?- volvió a preguntar la niña sintiéndose minúscula y más tí­mida que nunca. 

-Para protegerte de las preguntas.- dijo el niño sorprendiendo a la niña.- Antes creía que los abrazos eran para demostrar afecto, pero creo que he cambiado de opinión.- continuó haciendo muecas que ella no podí­a ver.- Ahora, pienso que los abrazos sirven para proteger a la gente, mayoritariamente de sí­ misma.

-''Mayoritariamente'' era la palabra del día, ¿verdad?- preguntó Aguie con las mejillas a punto de estallar. 

-Tu super-poder es el de arruinar momentos bonitos.- dijo Miguel alejándose de ella con cierto rubor en las mejillas. 

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