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James abrió los ojos.

Aún era muy temprano, incluso su alarma aún no sonaba. Un ligero rayo de luz cruzaba las persianas de su ventana y lo golpeaba directamente en los ojos. Aquella era la razón de por qué James estaba despierto. Soltó un gruñido y siguió mirando con cierto desdén el causante de que no pudiera seguir durmiendo.

Se levantó, casi a rastras, y abrió la persiana completamente. El sol inmediatamente alumbró su habitación y ahuyentó toda pizca de sueño que aún quedaba en él. Su cama, grande y hecha un caos, tenía un par de cuadernos en la esquina, medio llenos por su caligrafía, y en el suelo, un par de plumas, una calculadora y un zapato viejo. En la pared aún estaban las marcas de los viejos pósters de bandas de rock que en el pasado le habían encantado. Ahora, un par de cuadros de la familia, su diploma de la universidad enmarcado y un reloj que tenía, por lo menos, siete meses sin mover las manecillas. A un par de metros de la cama estaba el escritorio, con su computadora portátil abierta y con un salva pantallas que tenía días que lo había descargado. Todo parecía estar bien.

James se sentó en la cama y suspiró tranquilamente.

A sus pies había un par de periódicos de los días recientes, y en una esquina, un montón más de los meses pasados, o incluso, años. James se inclinó y recogió el ejemplar que tenía al frente. No tenía más de una semana.

El titular, en letras grandes, decía lo siguiente:

Millonario heredero de Compañías Hume desaparecido

—Filántropos ebrios —murmuró para sus adentros. Sí, seguramente esa era la razón. En el pasado, había leído o escuchando hablar acerca del futuro líder de una de las compañías más importantes del mundo, un tal Dylan. Conocido no por sus conocimientos en los negocios, sino por el tipo de fiestas que hacía, el yate que tenía e incluso los viajes que solía hacer, desperdiciando los millones de dólares que generaba al año—. No me sorprende.

La alarma de su celular comenzó a sonar, junto con un texto que tenía por título «¡Hoy es el día!». James se levantó, tiró el periódico al suelo y tomó el aparato para silenciar el tono que podía despertar a cualquier persona en un rango de diez metros a la redonda.

Después de apagar su teléfono, se volvió a recostar. No tenía ganas de levantarse. Pero no había otro día mejor que aquél.

Semanas atrás, varias semanas atrás, él, junto con un compañero del trabajo llamado Cooper, habían ganado dos de los dos mil boletos que la línea Atlantic había regalado alrededor del mundo para el viaje inaugural de lo que se presumía como el avión comercial más grande de la historia. El proyecto había iniciado un par de años antes, cuando más de tres cruceros y dos aviones desaparecieron de la faz de la Tierra en diferentes puntos del globo. James, desde que ganó el boleto, se había encargado de investigar más a fondo este tipo de incidentes, desde la recopilación de viejos periódicos, hasta enlaces de internet con alocadas teorías con respecto al paradero de los cruceros desaparecidos.

Entonces James cayó en el trance de que algo estaba sucediendo.

—Momento... ¿qué?

Le dolía la cabeza, los ojos, la espalda... las piernas. Todo. Pero no por el ejercicio del día anterior. No... ese era un dolor nuevo. Algo que no había sentido en su vida. Algo que era bastante familiar.

Un dolor de muerte, pero porque estaba comenzando a vivir.

James se levantó de nuevo de su cama y se dirigió al baño para poder verse al espejo. Enfocar un poco su vista le costó algo de trabajo, y tuvo que tomar el lavabo con ambas manos para no caerse. ¿Estaba débil? No. De hecho, se sentía como si hubiera dormido una larga siesta.

Poco a poco llegaron algunos recuerdos a su memoria.

Una Isla.

Un Triángulo.

—¿Qué...?

El teléfono en su mesa de noche comenzó a sonar, y James se tambaleó para poder llegar a él. En cuanto lo tomó, contestó y colocó el celular en su oreja.

—¿Hola?

¿Señor Adams?

—¿Sí?

Sólo quería notificarle sobre su vuelo de hoy.

—¿El Atlantic... Tres Dieciséis? —¿por qué había preguntado eso? ¿Era uno de los tantos afortunados?

¡Qué gracioso, señor! ¡No, claro que no! Su vuelo a Nueva York, por supuesto.

—Cierto, cierto... —James colocó la mano sobre sus ojos y los cerró con fuerza. Le estaba molestando bastante—. Llámame en dos horas, ¿sí? Debo arreglar todo.

Después, colgó.

Le costó algo de trabajo ingresar a internet y buscar su matrícula de acceso al trabajo para dejarle un par de correos a Montse. Lo más extraño no era el hecho de que no conectara, sino que ni siquiera podía ingresar los números. Era como si jamás hubiese existido tal combinación.

—¿Qué está ocurriendo?

James se levantó y regresó al baño para mirarse en el espejo. Era el mismo. La barba afeitada, el cabello un poco desarreglado, el cuerpo en forma, un tatuaje en forma de triángulo en... ¿qué?

Casi se cae del asombro en cuanto vio el dibujo. Se lavó la cara un par de veces, y en cuanto se miró de nuevo, supo que no había sido su imaginación. Sobre su pecho había un triángulo. Dibujado a la perfección, con una tinta de color negro, y al parecer bastante atractivo. ¿En qué momento se lo había hecho?

Su teléfono volvió a vibrar, en su cama.

James sostuvo bien su firmeza, y en cuanto lo tomó, revisó el mensaje que le había llegado.

No te asustes. Yo también tengo el tatuaje.

El número era desconocido. Sin embargo, lo que despertó su curiosidad era el hecho de que la persona al otro lado de la línea conocía el tatuaje que James recién había descubierto.

¿Quién eres? respondió.

La persona al otro lado del mensaje tardó en responder, pero James supo que era algo importante. Algo había pasado en sus últimos días. Algo que no podía recordar con certeza, pero sin duda había sido algo grande. Enorme. Algo de peso eterno, posiblemente.

El teléfono volvió a vibrar. En cuanto leyó el mensaje, no supo que quería decir. No conocía aquél nombre. Ni qué significaba.

Soy Dianne. Tenemos que hablar. 

Travesia [Pasajeros #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora