Capítulo XI: El despertar de la magia

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Dentro de una limusina hay un hombre cabizbajo que juguetea con sus dedos y mueve su pierna al compás de la música que recita en su mente

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Dentro de una limusina hay un hombre cabizbajo que juguetea con sus dedos y mueve su pierna al compás de la música que recita en su mente. No sabe bien qué realmente es lo que siente recién dejada a la latina frente a su apartamento, pero lo que sí sabe es que su mente y cuerpo experimentan relajación, como si hubiese salido del ofuro, ese baño japonés de agua caliente que relaja el cuerpo y purifica la mente. Se siente torpe, inestable, siente que no es él. No; no fue él quien tocó la cintura de aquella mujer. No fue él quien sintió el torrente de sensaciones cuando el pelo húmedo de la chica se pegaba a su cuello. No fue él quien movió sus caderas al ritmo de una música extraña, pero pegajosa. Pero por, sobre todo: no fue él quien disfrutó cada segundo junto al tibio cuerpo de Ivana López.



-¿Otra vez al hotel, patrón?

Eros alza la mirada y se encuentra con la de ese hombre que tiene la malacostumbre de llamarlo patrón. El rostro de Eros vuelve a transformarse, a adoptar la seriedad y amargura que tanto lo caracteriza.

-Déjeme aquí -le espeta y el chofer parece aturdido.

-Aún faltan tres cuadras para llegar, patrón. -Eros cierra los ojos y toma una respiración profunda.

-No soy su patrón, ¿entendido? -El chofer baja la mirada unos segundos, avergonzado.

-Supuse que lo sería de ahora en adelante -replica y Eros niega.

-Suponer no es certeza. No actúe bajo suposiciones y dejará vivir tranquilos a los demás. Déjeme aquí. -El chofer frena y Eros se baja de la limusina.

El Ángel, inconscientemente, extraña a su chofer, al único que le permite que lo llame patrón.

Camina por las desiertas y congeladas calles de Manhattan y, mientras lo hace, piensa. Ya no le resulta molestoso, ya sus pensamientos no son una agonía. Los quiere almacenar, quiere que salgan expulsados y así colocarlos en un tarro y examinarlos, procesarlos y entenderlos. La idea no es utópica, aunque eso él no lo sabe.

El Ángel, antes de sumergirse en sus memorias, se detiene abruptamente cuando siente que a sus espaldas lo observan. No se gira en ningún momento, solo agudiza su oído para esperar el momento exacto y preciso. Uno que llega segundos después.

Eros, en un giro perfecto, estira su brazo y detiene el ataque que venía directo hacia él. Alguien vestido de negro, cubierto completamente (ni siquiera sus ojos logran verse), está atacándolo con movimientos bruscos, pero magistralmente coordinados. Es un ninja. Eros comienza a defenderse, moviéndose con asombrosa rapidez. Ambos se lanzan patadas y brincan tal cual pantera negra. El Ninja saca su katana y la enarbola frente a Eros, quien logra esquivarla con ventaja de tan solo un segundo. El Ángel retrocede, pues está desarmado. Eros esquiva cada una de las embestidas e intenta arrebatarle el arma al ninja, pero la coordinación del atacante es tan perfecta que resulta imposible. Eros retrocede hasta que queda atrapado contra un muro. Esquiva los ataques, cada vez con menos disponibilidad, hasta que, en un movimiento, da un salto y comienza a escalar el muro de ladrillos.

Ángeles Caídos: La Maldición del Niño Donde viven las historias. Descúbrelo ahora