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Sanji

—Cállate... —murmuró sin despegar el rostro de la tela. El teléfono volvió a vibrar y hacer sonidos fuertes y agudos en respuesta. Él gimió, trató de patear la cama estando acostado y apuñaló el colchón con sus puños luego de un momento.

El teléfono siguió sin descanso, y esta vez a diferencia de otros arranques de ira pasados, Sanji no dudó en destruirlo.

—¡DIJE QUE TE CALLARAS! —Gritó sujetándolo entre sus manos y lanzándolo con todas las fuerzas que podía a algún sitio. El sonido del aparato al chocar contra una pared resonó al mismo instante que todo ruido se volvió silencio.

Con cuidado Sanji volvió a poner su cabeza en contra de las almohadas. Sujetó la sabana entre sus manos y se ocultó bajo ellas, preferiblemente, por el resto de su vida. Posiblemente: por unas horas más.

El hecho de haber podido sólo apagarlo cruzó su mente tres días después. Pero la satisfacción de haberlo roto había valido cada centavo perdido.

...

Horas después se despertó de su estado de cambio (donde se despertaba desorientado y sin energía cada ciertos minutos y volvía a dormirse sin soñar en nada al instante) y esta vez el sonido venía de su teléfono estacionario.

Ese sí estaba muy lejos, y aunque sintió las ganas de destruirlo la realidad de tener que salir de la cama fue peor que la de soportarlo.

Veinte pasos cuando mucho, que en ese momento no se compararon a los kilómetros de entrenamiento diarios. En nada.

—Váyanse... —murmuró con la voz ronca y lágrimas no derramadas entre los párpados. Él sólo quería estar solo. Por favor ¿por qué no lo entendían?. El teléfono sonó lejos desde la cocina donde lo había instalado una semana luego de mudarse, contento de así poder contestar llamadas a las personas más cercanas a él mientras cocinaba sin miedo de ensuciar la pantalla de su teléfono móvil. Ahora el sonido de timbre que antes le había dado entusiasmo y una pizca de curiosidad lo lastimaban. Atornillaba su cerebro e insistían con fuerza. Dolían, demasiado.

También, de alguna forma, le recordaban su fracaso. Un hipeo salió de sus labios. Aun le costaba hablar.

—Por favor déjenme en paz... —susurró aún más bajo que antes tapándose de nuevo con las sabanas y, eventualmente, cayendo de nuevo en el mundo sin sueños del cual entraba y salía cada ciertos minutos.

...

La tercera vez fue la peor de todas, se había levantado dos veces en todo el día-semana-mes-año-sólo pocas horas para ir al baño y tomar de la botella ya casi vacía de vino que mantenía a un costado de la cama para cuando le daba sed. No había comido nada, sin ganas ni de cocinar ni de comer en especial. No se había lavado como tal y seriamente cuando despertó en una de esas tantas veces se preguntó cuántas horas habrían pasado, siendo que teniendo las cortinas cerradas y el teléfono roto imposibilitándole ver el pasar del tiempo.

Sin sol que le alumbrara, sin relojes que indicaran el tiempo (porque luego de haber tratado de dormir la primera vez el tic-tac de su reloj de aguja negro le volvió loco y, a diferencia de su desechado teléfono, ese sí lo guardó en e fondo del closet bajo sabanas que amortiguaran el ruido.

Fue ese último llamado, en el cual sí se vio obligado a contestar.

—¡Bro! ¡Sanji-bro ¿estás bien?! —abrió los ojos encontrándose con la mirada preocupada de Franky y los cabellos azules desparramados sobre su rostro. Extraño, pensó ido, Franky no acostumbraba a salir nunca sin antes arreglarse el cabello, ya fuera en pico, rulos, trenzas o, ese oscuro día de fiesta: en un afro.

¿Te conozco?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora