El frío y yo.

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Me gustaba el frío, no como a cualquier espectador que miraba la nevada desde su mullida cama.

Me gustaba el frío, de una manera casi masoquista, amaba que mi piel se tornara helada cuando un frio viento me atacaba a medio camino a casa.

Me gustaba el frío, me encantaba la sensación de mis dedos fríos tocando una piel caliente, la irrealidad de la idea de que casi desaparecerían, ¿estaban ahí? ¿no lo estaban? Mi tacto desaparecía en algún punto en el que temía en que se tornaran azules y fuera a perderlos.

Sin embargo, aun así, me gustaba el frio, lo amaba, el que la gente me tocara y dijera "mujer, pero que helada estás".

No, no era la impresión de la gente, o el que lo hicieran evidente, era,
el como al notarlo, el frió que ya era costumbre para mi, se volvía más real, más presente, salía de mi cotidianidad y se presentaba ante la gente, justo frente a mi.

Amaba el frio, por eso cargaba siempre conmigo un sueter, asi no era  proensa a las muestras de forzada caballerosidad, a la del tipo más insistente, en la que era forzada a llevar una chaqueta ajena, la presencia de mi sueter atado a mi citura hacía evidente que no tenía frio (aunque si lo tuviera) y repelía esa amabilidad.

Amaba el frió, vaya que lo hacía, helarme hasta los huesos era algo que adoraba más que nada en el mundo.

Amaba el frio.

Era como yo.

Vida y obra de una loca desquiciada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora