El bosque.

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El bosque donde antiguamente se realizaba el campamento de fuego no parecía tener gente en ese momento. Se encontraba bastante cerca de la ciudad, por lo que frecuentemente pequeños grupos iban de excursión si las circunstancias lo permitían. No era la ocasión, por las obligaciones cotidianas y la época del año.

También la policía había hecho sus visitas, tratando en vano de encontrar indicios de lo sucedido años atrás. Mario no les pudo dar muchos detalles de la ubicación exacta basándose en recuerdos vagos. Sólo se le había revelado una parte de la
verdad, al parecer, cuando era demasiado tarde.

En ese lugar, aparentemente vacío un hombre cayó de bruces desde varios centímetros de altura. Estaba bastante lastimado. Su ropa estaba rota y tenía signos de quemaduras. Hizo un leve intento de avanzar, apoyando la palma de su mano derecha, pero desistió.

Se escucharon pasos. Como pudo giró la cabeza para mirar. Un hombre se acercó, caminando lentamente. Era mayor que él, robusto y con rasgos orientales. Se puso en cuclillas frente a él, sin mostrar preocupación.

—¿Viste a la bestia?

—Ayúdeme, maestro. -respondió, suplicando.

Se puso de pie y le hizo una seña a dos personas que había
unos metros atrás, quienes se acercaron a asistirlo. Lo dieron
vuelta en el suelo y lo revisaron.

—¿La viste? —insistió.

—Sí. Es impresionante. No creo que la puedan contener.

—Creo que es mejor así. Si la gente no puede, el miedo les
hará creer que nosotros sí podemos —hizo una pausa—. ¿Y
bien? —preguntó a los otros.

Ellos negaron con la cabeza.

—Maestro, por favor...

—Lo siento, pero no hubieras sobrevivido. —le dijo, volviendo a agacharse.

El hombre robusto dio un golpe con su mano derecha sobre el rostro del herido, aplastándolo contra el suelo. Este dejó de
moverse al instante.

—¿Lo llevamos al ritual? —preguntó uno de ellos.

—No —dijo él, incorporándose—. Traigan acá el ritual.

—¿No vamos a tomar precauciones? —intervino el otro.

—Ya no. Incendiaremos el bosque. Llegó el momento. Ya hubo varias señales y es tiempo de que hagamos la nuestra.

Se miraron.

—Que las alas se eleven —dijo, parándose derecho.

—¡Que las alas se eleven! —repitieron los otros, al unísono.

—Que el fuego purifique.

—¡Que el fuego purifique!

—Preparen las cosas. Toda la ciudad va a saber de nosotros.

Otras seis personas llegaron detrás de ellos, caminando. Los dos últimos llevando antorchas. Los cuatro de adelante sostenían una tarima. La colocaron cerca del hombre en el suelo. Los dos que se encontraban antes pusieron pasto, hojas y ramas. Los cuatro subieron al hombre, recostado. Uno de los que tenían antorchas se la puso en el pecho mientras los dos que juntaron las cosas le unieron las manos encima.

—Su antorcha —dijo el hombre de rasgos orientales—. Otro
más fallecido por nuestra causa. Esperemos que sea el último.

La persona que tenía la otra prendió fuego alrededor suyo
varias veces. Mientras crecían, las llamas parecían unirse en
una más grande.

Se quedaron un rato en silencio. Luego volvió a hablar.

—Quemá una fila de árboles hasta donde está la señal —le
señaló a quien llevaba la antorcha—. Después volvé. Asegurate de que esta parte esté encendida y seguí hasta nuestro desvío.

—Como diga. —le respondió inclinando la cabeza. Giró y
empezó a hacer lo que le indicaba.

—Nosotros nos vamos. Y esperamos. —les habló a los
demás.

Empezó a caminar, con ellos siguiéndolo en dos filas. Luego de varios minutos no había rastro de ellos. El fuego se extendía a lo largo mientras el otro hombre se dirigía a su encuentro.

Cumplieron su cometido. No los verían a ellos, pero si a la gran llamarada y al humo que ascendía, este último desde gran parte de la ciudad.

La llama interior. La secta del dragón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora